Hace unos días una avalancha en un concierto de música electrónica en Madrid ha causado cuatro muertos y unos cuantos heridos. Como todo el mundo, he seguido las noticias con cierto horror (y luego diré por qué), y no he podido dejar de darme cuenta de lo rápido que todo el mundo ha corrido a buscar causas y culpables. No siempre para aprender, para evitar que esta tragedia se repita. No: me da la impresión de que la sociedad ha intentado exorcizar lo absurdo de que cuatro chicas mueran tan jóvenes, buscando algo que dé sentido a esta muerte. No se puede achacar el accidente a la mala suerte. Hay que buscar explicaciones y culpables.
Pero, ¿y si no hubiera ningún culpable?
Sí, es verdad que se han encontrado irregularidades en la organización, muchas, que ha habido fallos, pero (aun sabiendo que no soy juez y sólo tengo los mismos datos que han aparecido en los periódicos) me da la impresión de que ninguno de ellos era de verdad significativo, que habría podido pasar lo mismo, incluso aunque hubiera habido el triple de policías o de sanitarios, o los pasillos hubiesen sido el triple de grandes. La masificación conlleva riesgos, y si los jóvenes han bebido y presentan un elevado grado de euforia por una música excitante, más todavía.
Sin embargo, rápidamente se ha producido una carrera para buscar culpables, ya sea el empresario organizador o el ayuntamiento, o ambos. Ni la empresa ni, mucho menos, el actual Ayuntamiento de Madrid, gobernado por alguien tan incompetente como Ana Botella, me caen bien y no tengo ningún interés en defenderles. Es más, detesto la carrera que se ha producido, en este ambiente tan partidista que últimamente nos sofoca, por parte de los enemigos del equipo gobernante en Madrid para acusar a éste, pero sobre todo de sus partidarios para exculparle y echar culpa a los padres de las chicas fallecidas.
Pero justamente por eso quiero tratar ahora este tema, cuando no tengo por qué defender a nadie, ya que me preocupa desde hace mucho tiempo, incluso a nivel profesional. Porque es un problema más general, y creo que ambas partes yerran del todo.
Precisamente si debo criticar algo del Ayuntamiento es que su prisa en anunciar que nunca más se van a permitir este tipo de actos públicos en dependencias municipales. Creo que es una sobrerreacción tan enorme, incluso mayor que la de quienes se han aprestado a criticar, que confirma mi tesis previa: no sabemos gestionar el riesgo.
Los políticos saben que no tienen nada que ganar con tomar decisiones arriesgadas. Mejor no hacer nada o tomar las decisiones fáciles.
Otro ejemplo: el accidente en la central de nuclear de Fukushima producido tras el último tsunami de Japón. Las olas ocasionaron más de 10.000 muertos y una terrible devastación. Y sin embargo, toda la atención de la opinión pública fuera del propio Japón se centró exclusivamente en un accidente casi marginal, si se le compara con la tragedia real. Ni un solo muerto, dosis relativamente reducidas, una contaminación superficial que de ningún modo justifica la histeria causada. Conozco el sector nuclear, en el que trabajé hace años, y ya a los pocos días de la catástrofe traté este asunto en un artículo con el título “Miedo y otros sentimientos”, que escribí en mi blog en esperanto, y que luego apareció en la revista de la Organización Mundial de Jóvenes Esperantistas.
Defendía ya entonces la misma tesis: que la sociedad tiene que aceptar que existen riesgos. Que este riesgo debe ser pesado frente a las posibles ventajas o satisfacciones, y sólo cuando la ecuación da un resultado negativo, tomar una decisión. No quiero decir, por supuesto, que haya que aceptar los riesgos sin más, sino que espero que la sociedad, y los políticos que la representan, sean capaces de hacer ese balance.
No es lo que ocurrió con la energía nuclear: tras el accidente de Fukushima, algunos países que nunca verán un tsunami en su vida decidieron cerrar sin más las nucleares. Ninguna evaluación clara, ningún debate. Se cierra y ya está. Adiós riesgo.
Mi interpretación, sin embargo, es que de alguna manera no fuimos capaces de asumir una tragedia natural, tan absurda, y que necesitábamos echarle la culpa a alguien. Una gran empresa eléctrica nos vino muy bien a todos.
Se podrían multiplicar los ejemplos. Cada vez que ocurre una tragedia hay que encontrar un culpable. Y no digo que ello no esté justificado en la mayor parte de las ocasiones. No se puede admitir la chapuza, ni el riesgo generado por el afán de lucrarse de forma desmedida. Disminuir el riesgo es un empeño muy loable. Pero creo que este afán de encontrar culpables siempre, de eliminar el riesgo a toda costa, es algo malsano para la sociedad, que jamás podrá avanzar si no se asume cierta incertidumbre como algo consustancial a la vida.
No tengo muy claras las causas de esta tendencia social. Es probable que una parte se deba a la inmediatez que se ha adueñado de los medios de comunicación, para los cuales un simple fallo, aunque sea tan nimio como un desliz en las manifestaciones de un político, domina sobre todo un discurso o una trayectoria de años. Nadie quiere arriesgarse, y por eso las declaraciones públicas son cada vez más insustanciales.
A veces pienso si no se trata también de una consecuencia de la feminización de la sociedad. Al fin y al cabo – y espero que esto no sea controvertido– si hay una diferencia clara entre hombres y mujeres (con todas las excepciones que se quieran apuntar, y con todo lo que conlleva una generalización como ésta) es su diferente actitud ante el riesgo. Los varones tenemos en general una tolerancia mucho mayor al peligro. Se puede discutir sobre si ello se debe a una base genética o aprendida, y ambas son igualmente posibles, pero no creo que esta observación cause mucha controversia. Ser un joven arriesgado puede compensar (si se sobrevive); a las chicas no les merece la pena. Cuando además afecta a un hijo, la tolerancia de la madre al riesgo se aproxima a cero. Y si hay una consecuencia negativa, es muy difícil que una mujer acepte que ésta se ha producido como consecuencia del riesgo: debe haber siempre una causa y, si es posible, un culpable. También los hombres tienen la misma tendencia a buscar culpables, pero en general es más fácil que acepten que a veces «shit happens».
Reconozco que se trata de una especulación y no tengo datos científicos, más allá de que las decisiones sobre cierre de instalaciones municipales en Madrid o centrales nucleares en Alemania las hayan tomado mujeres. En cualquier caso, no planteo obviamente un cuestionamiento de ese poder femenino. Es sobre todo una llamada a que no sobrerreaccionemos. A que seamos capaces, como sociedad, de valorar los riesgos adecuadamente, si ello es posible.
Porque, por otra parte, nadie duda que el poder masculino puede ser aún más irracional. Sin salir del mundo nuclear, tenemos el caso en España de cómo tratar esos riesgos en plan macho. Aquí la decisión ha sido más esperpéntica y ni siquiera tiene que ver con una gestión del riesgo, sino con una efusión de testosterona: parece que se va a cerrar una central nuclear sólo porque la compañía eléctrica y el ministerio de Industria han decidido echar un pulso, y al final es posible que varios centenares de trabajadores se queden en la calle y un valle castellano se vaya al garete simplemente por mis cojones.
Acabo insistiendo en que mis consideraciones hacen referencia a una cuestión social. Desde el punto de vista personal cada persona y cada familia que sufre una tragedia tiene todo el derecho a buscar su forma de superarla. Como decía al comienzo, he seguido el tema con interés, precisamente porque mi hijo se encontraba en este evento, y el susto ha sido considerable. Pero no me lo va a quitar el echar la culpa a Ana Botella.