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¿Dónde están ahora las banderas republicanas?

A pesar de los muchos amigos, sobre todo esperantistas de fuera de España, que me preguntan mi opinión, me he resistido hasta ahora como un jabato a escribir sobre el “tema catalán”, porque sé que, a pesar de lo que escribí cuando pasé a ser presidente de la Federación Española de Esperanto, que una cosa sería mi papel institucional y otra mis opiniones personales, va a haber mucha gente a la que costará hacer esa distinción.

Por tanto, sobre el fondo del tema no quiero entrar mucho, aunque supongo que a nadie le extrañaría mi posición, dado que por aquí he escrito varias veces que soy esperantista porque no creo en las fronteras y aspiro a borrarlas, no a crear otras nuevas; y que no creo en los etnonacionalismos ni en el llamado derecho de secesión/autodeterminación, ni siquiera en los casos en que parece que todo el mundo opina que la separación es lo mejor (como en Sudán del Sur, en el que por desgracia el tiempo me ha dado la razón)

Pero estaba dándole vueltas a comentar un tema que parece que a muchos les ha pasado inadvertido: ¿adónde han ido a parar las banderas republicanas españolas?

Me ha terminado de decidir la aparición hoy mismo de un artículo de un escritor con el que suelo estar de acuerdo a menudo, Isaac Rosa, asombrándose de la súbita aparición de banderas españolas en los balcones y la manifestación pública de un nacionalismo español agresivo.

Lo llamativo es que hace unos meses el mismo Isaac Rosa afirmaba que el proceso independentista catalán era lo mejor que podría pasarle a España, porque podría “agrietar más el ya de por sí tambaleante edificio institucional español” y nos invitaba a “ver Cataluña como la más verosímil, sino [sic] la única, opción de cambio en España a corto plazo”. Utilizaba un argumento de Antonio Baños en su libro “La rebelión catalana”, y ello me animó a leer el libro original. Debo confesar que me dejó de piedra: no sólo es el libro más hipócrita y demagógico que he leído en mucho tiempo, sino que mostraba una ceguera inaudita y un desconocimiento de la historia que me resulta increíble, y que, por lo que he visto estos días, es común a muchos de mis amigos, catalanes o izquierdistas de otros lugares.

El argumento de Isaac Rosa en ese texto me pareció ya entonces extraño porque en un artículo anterior (“Cataluña, no nos dejes solos”) había  mostrado una idea con la que yo estaba de acuerdo: “amigos catalanes, no os vayáis, no nos dejéis solos, quedaos con nosotros y cambiemos juntos esta España, construyamos otra donde ni vosotros ni los demás nos sintamos incómodos, una España que tenga futuro y en la que no tengamos más motivos para temer o avergonzarnos de los que tienen los habitantes de otros países”, de la que quizás por entonces había desesperado.

Jamás, jamás de los jamases, el enfrentamiento nacional en un país europeo, y mucho menos en España, ha favorecido a las fuerzas de izquierda. Al contrario, la derecha española ha aprovechado siempre el “problema catalán” (permítaseme la expresión, que no me gusta) para machacar a los movimientos progresistas. Lo hizo en 1909, en 1917, en 1934, en 1936 y en muchos otros momentos de la historia contemporánea. ¿Por qué ahora iba a ser diferente?

Los nacionalismos se apoyan unos a otros, se legitimizan entre sí. Claro que nunca se han visto más banderas rojigualdas que ahora, ni siquiera durante los acontecimientos deportivos. Pero es que incluso a los independentistas les ha encantado verla en las manifestaciones o durante la jornada del referéndum.

A mí no me gustan las banderas territoriales. banderasNo digo que me den igual, porque está claro que las banderas son símbolos muy poderosos, y a mí mismo no me importa usar otro tipo de estandartes. Las banderas son marcadores de ideas, y yo he mostrado a menudo la republicana española no como un símbolo de un territorio concreto, sino como un ideal organizativo, y a veces en combinación con otras dos con las que me identifico más.

Pero la bandera republicana ha sido una de las víctimas de los acontecimientos de estos días. Ha desaparecido del mapa. Incluso los que exploran otras vías piden que no se usen ninguna, ni siquiera ésta.

Por una vez soy mejor adivino que Isaac Rosa. Hace tres años vaticiné que “este proceso lo único que va a servir es para incrementar el nacionalismo español, en su versión castellano-madrileña, y para reforzar a las mismas élites corruptas en ambos lados de la batalla”.

No me atrevo a predecir los detalles de la salida de esta crisis (y menos en un día como hoy), pero sí tengo claro un resultado: la izquierda española y la izquierda catalana van a salir destrozadas. Y nos lo habremos merecido, por entrar en su juego: en cuestiones de nacionalismos, la derecha siempre juega en su terreno.

Confesémoslo: el Estado de las Autonomías ha fracasado

Estas últimas semanas varios miles de chavales de 18 años han tenido su primera experiencia directa con la maquinaria burocrática del Estado. Y miles de ellos han podido comprobar que la autonomía, la de las Autonomías y la de las Universidades, sólo ha conseguido hacerles la vida más difícil. Perder tiempo, dinero y nervios. Sin ventajas, sin justificación, lo que podría haberse solucionado en 5 minutos, sin coste, se ha convertido en un proceso desesperante, absurdo, ineficiente.

Me estoy refiriendo, claro está, al proceso de matriculación en las universidades. Para quien no lo conozca, el procedimiento que han tenido que seguir los nuevos estudiantes, para las carreras con límites de plazas, es el siguiente: una vez definida la nota final del bachillerato y el examen de selectividad (o como se llame ahora), te preinscribes en todas las universidades posibles y quizás en varias carreras, y esperas a la nota de corte. Si te llega la nota en una universidad, aunque no sea tu primera elección, empiezas el proceso de matrícula, pero manteniendo tu atención a lo que ocurre en el resto de universidades. Como todo el mundo ha hecho lo mismo, los que han conseguido ya una plaza van renunciando a las segundas y sucesivas opciones, así que se van abriendo nuevas oportunidades para los siguientes. En estas fases sucesivas se van creando nuevas posibilidades de conseguir plaza en una universidad o carrera, así que puedes renunciar a tu elección previa, aunque ya te hubieras matriculado (es decir, hubieras completado toda la labor burocrática, realizado el traslado de expediente e incluso pagado), y puedes comenzar el proceso de nuevo. Como cada universidad ha establecido un procedimiento diferente, con distintas exigencias burocráticas, con plazos diferentes, todo se puede complicar hasta el infinito.

No hace falta ser un lince ni un arbitrista para ver cómo todo el proceso se podría solucionar en cinco minutos: con una aplicación que pidiese a los alumnos ordenar sus preferencias por carrera y universidad, y fuera asignándolas en función de las calificaciones obtenidas, con las correcciones que se estimasen necesarias. Incluso yo mismo, que no tengo conocimientos informáticos especializados, sabría programarlo para que en una mañana todo el mundo supiera dónde iba a estudiar. Con el sistema actual, a día de hoy, dos meses después de que empezara el proceso, y tres semanas después de que hayan comenzado las clases en algunas universidades, cientos de estudiantes (entre ellos mi hija) no saben dónde va a terminar estudiando. A finales de septiembre sigue habiendo renuncias y matriculaciones, pagos y devoluciones, viajes y papeleos. Una pesadilla, un caos.

Me he extendido en este caso porque me ha tocado (me sigue tocando) de cerca, por pura frustración, pero los ejemplos son infinitos. En mi propio trabajo me encuentro situaciones similares de forma continua. La normativa de gestión de residuos, por poner un ejemplo, se diseña a nivel europeo, se aprueba por el Estado central, se aplica a nivel autonómico o local. En teoría todo tiene lógica: la protección del medio ambiente debería ser global, la gestión ha de hacerse donde se crea el problema. En la práctica, para una compañía que genere o gestione residuos en todo el territorio español, los requisitos documentales (permisos, trámites, justificantes) se complican infinitamente. Como me reconoció un día un alto representante de una Comunidad Autónoma, es más fácil transportar un residuo desde Galicia a Brasil que a Murcia.

Ejemplos como estos se podrían multiplicar hasta el infinito, y supongo que cada lector de estas líneas puede aportar el suyo: tratamientos médicos, convalidaciones educativas, trámites para cualquier permiso.

Uno podría suponer que la división en Comunidades Autónomas iba a acercar los procesos de gestión y decisión a los ciudadanos, pero no es eso lo que ha ocurrido. También podría pensarse que íbamos a adaptar las normativas a las características de cada territorio, pero ninguno de los ejemplos que he detallado tienen nada que ver con esto. Es sólo el capricho o la buena intención de cada Consejero o Jefe de Negociado los que han creado normativas diferentes, interpretaciones propias. Todo el mundo es consciente de que el sistema no funciona, que son necesarios procesos de coordinación o clarificación, pero cada uno es celoso de su competencia, temeroso de las intenciones de los otros niveles de decisión, y la conclusión es que cada organismo oficial compite por hacerle la vida más complicada al ciudadano.

¿Cómo hemos llegado aquí?

Lo confieso: yo pertenezco a la generación que creó este sistema, y me considero en parte responsable de él. No voy a echarle la culpa a nadie. No he tenido responsabilidades políticas, pero con mi voto y mi asentimiento he ayudado a crear el Estado de las Autonomías.

Me parecía, como a otros muchos, la mejor manera de solventar muchos de los problemas de los años de salida de la Dictadura. Dar respuesta a la evidente diversidad del país, contentar las ansias autonómicas de diversos territorios, evitar privilegios para una parte de los ciudadanos, eliminar las viejas élites gobernantes y los caciques enquistados. Nunca nadie se hizo muchas ilusiones de que fuera un sistema perfecto, y de hecho ya hace unos años comenté aquí una de las consecuencias más absurdas: la existencia de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Pero lo que era un parche, que continuaba existiendo a falta de una alternativa mejor, se ha convertido en una carga inaguantable. No sirve para contentar a las nacionalidades con mayor voluntad de autogobierno, como estamos comprobando todos estos días en Cataluña. No acerca la Administración al ciudadano. Pone barreras artificiales a la utilización de los servicios públicos. Favorece a los poderosos que quieren presionar a administraciones más débiles. Multiplica el número de funcionarios, sin que mejore el servicio. Nos sale carísimo, en un momento de fuerte crisis económica.

¿Y cuál es la solución? Pues debo confesar que no lo sé. Se me ocurren muchas, como a cualquiera en la barra del bar o un foro de Internet, pero tampoco voy a ser tan orgulloso como para creer que las mías iban a funcionar mejor que ninguna otra.

Tengo claro que la secesión no es una solución. No lo ha sido ni siquiera para los casos que todo el mundo veía claro, como el de Sudán del Sur, sobre el que fui uno de los poquísimos en mostrar públicamente mi escepticismo antes de la espiral de violencia en que se ha sumido el país, e incluso he manifestado mi posición contraria, frente a casi todos en España y en la izquierda, a la independencia del Sáhara Occidental. Al fin y al cabo este proceso lo único que va a servir es para incrementar el nacionalismo español, en su versión castellano-madrileña, de la misma forma que el referéndum escocés ha reforzado el nacionalismo inglés, y para reforzar a las mismas élites corruptas en ambos lados de la batalla.

Tampoco me parece que el incremento del centralismo, en su versión más clásica, «todo se decide en Madrid», fuera a mejorar la mayoría de los problemas. No va a ser sacando banderas cada vez más grandes como se van a solucionar los problemas sociales y de funcionamiento de la Administración.

Pero sí tengo claro que lo primero necesario es claridad y coordinación. Normas y procedimientos sencillos, con responsables bien definidos, con órganos de colaboración. Que esté clara la competencia en cada nivel. Si  una competencia es del Estado Español, sobran embajadas autonómicas (y no me refiero sólo a las catalanas). Si es autonómica, sobra el Ministerio correspondiente. Basta una Secretaría de Estado, que deje claro que no compite con las Consejerías, pero que pudiera ayudar a coordinar los procedimientos comunes. Con oficinas únicas que dirijan los procedimientos adonde correspondan, sin que el ciudadano deba volverse loco intentando adivinar la instancia pertinente (en una visita reciente a una capital me encontré las sedes de la subdelegación del gobierno central, la delegación del gobierno autonómico, la diputación provincial y el ayuntamiento en un radio de unos 500 metros; el responsable de una de ellas me comentó que se pasan el tiempo reuniéndose para ver a quién corresponde cada competencia, y eso lo puedo entender porque ocurre en cualquier organización compleja, pero es inadmisible que esa situación la sufra el ciudadano que paga el sueldo de todos ellos)

Bueno para los ricos

He dejado para el final el efecto más perverso de este proceso de competición y descoordinación: que beneficia a los poderosos. Estos días lo hemos comprobado, a pesar de que la prensa (con su creciente servilismo ante los potentados) apenas ha hablado de ello: los impuestos por la herencia de Emilio Botín van a ser ridículos, entre otras razones por la pelea a la baja que desde hace unos años se ha entablado entre las Comunidades Autónomas para atraer los impuestos de los ricos, o para regalarles exenciones. Como consecuencia, en la práctica casi han desaparecido los impuestos de Sucesiones y de Patrimonio, al menos para las grandes fortunas. Si se suman los esfuerzos de las Comunidades Forales para reducir los impuestos sobre los beneficios empresariales, la conclusión es que el sistema autonómico es una de las fuerzas principales para que los presupuestos públicos se basen en la actualidad casi exclusivamente en el trabajo y el consumo personales.de la wikipedia: doble irlandés con sandwich holandés

Aprovecho este ejemplo para dejar claro que mi queja no se queda en el nivel estatal. Exactamente el mismo problema de competición y falta de coordinación es aplicable a la Unión Europea. La libertad de comercio es absoluta, pero los impuestos se pagan donde uno quiere, es decir, no se pagan. Parece mentira, pero existe un procedimiento llamado «doble irlandés con sándwich holandés», que incluso dispone de un artículo en alguna wikipedia (no en la española, aquí nadie parece ser consciente de él), por el que las compañías se quedan con miles de millones de beneficios sin pagar ni un céntimo en impuestos.

También a nivel supranacional, la existencia de barreras para la acción de los Estados y los ciudadanos, pero no para las grandes empresas, empieza a hacerse inaguantable. Las estratagemas para evitar regulaciones y para no pagar impuestos se están revelando cada vez con mayor descaro. Ya no sólo son las corporaciones de comercio electrónico: hasta quien trabaja con tiendas físicas se las arregla para deslocalizar su sede para pagar menos impuestos. Y que sigan existiendo paraísos fiscales, años después de los teóricos compromisos para acabar con ellos, demuestra que los poderosos siempre se salen con la suya. Al final, los políticos y economistas, obsesionados con las grandes magnitudes nacionales, no son capaces de salir de esa dinámica (o directamente no lo desean).

Yo estoy en contra de las fronteras, por eso aprendí esperanto y formo parte de organizaciones anacionalistas (no internacionalistas, voy incluso más allá). Espero que desaparezcan las barreras dentro de la Unión Europea, y confío en que esto sea sólo un paso para que vayan difuminándose las fronteras también en otras regiones. Que hayamos creado más fronteras dentro de las que había, me parece ahora un error.

Y también lo han comprobado en su primer contacto con la Administración los jóvenes que van a gobernar la sociedad de pasado-mañana. Ya sospechaban que el Sistema político actual no funciona en general. Ahora han comprobado de forma práctica que la organización territorial es otro de los aspectos que hay que cambiar. No sólo desde el nacionalismo.

Buena iniciativa, pésimamente presentada

Se ha presentado estos días una iniciativa que yo considero una de las mayores prioridades políticas que se pueden plantear actualmente en nuestra sociedad: un Movimiento Antifascista a nivel europeo. En esta página se puede leer el Manifiesto Antifascista que se ha elaborado a iniciativa de los compañeros griegos que estos días están sufriendo el auge de un horrible movimiento neonazi, el llamado Amanecer Dorado. Estoy tan de acuerdo con el contenido, incluyendo la urgencia de organizarse para detener a la peste parda, que lo he traducido al esperanto, y espero que en breve esté accesible en la web.

El fascismo va a ser una de las consecuencias de esta crisis, sin duda. Las medidas de austeridad producen miedo, y el miedo conduce a refugiarse en grupos y en viejas estructuras, y la extrema derecha se aprovecha de ello. Si la izquierda no es capaz de mostrar que se trata de una crisis estructural, que sólo se cambiará con otro sistema económico y otras relaciones de poder, y si no es capaz de mostrar iniciativas a largo plazo, los más débiles van a buscar refugio en el patriotismo y el grupalismo, como ya he dicho en ocasiones anteriores en este blog. Volverá el fascismo como vino en los años 30 o terminaremos en un golpe monárquico como en los años 20.

Incluso estoy de acuerdo con que la batalla debe plantearse a nivel europeo, para lo que es necesario otro europeísmo.

No obstante, debo plantear una crítica, ya que creo que se ha cometido un error gravísimo en la presentación del Manifiesto y el Movimiento, al menos en España. Se ha difundido como un manifiesto de intelectuales, o al menos así ha salido en los pocos medios que se han hecho eco del mismo (1, 2, 3)

Escritores, profesores, políticos, es decir, los habituales firmantes de manifiestos públicos. Sólo faltaban los actores y ya hubiéramos tenido todos los ingredientes para atraer la indiferencia, cuando no el desprecio, de los que deben ser los verdaderos destinatarios de una iniciativa como ésta: los trabajadores y las clases populares que son los que pueden verse atraídos por las propuestas fascistas. En mi entorno tengo a numerosas personas que están siendo atraídas por los cantos de sirena de la extrema derecha, trabajadores modestos, que están buscando alternativas a una situación que les supera, y puedo asegurar que un escrito presentado en el Círculo de Bellas Artes no les va a impresionar, desgraciadamente. Respeto mucho a la mayoría de los que aparecen como firmantes en esas noticias, pero en la guerra de culturas que se está gestando en Europa, como antes en Estados Unidos, los trabajadores no se identifican con la mayoría de ellos, y necesitan referencias más cercanas. Es más, me temo que tampoco va a ayudar el énfasis que se hace sobre las reivindicaciones cercanas a la nueva izquierda, y el enfoque demasiado corto sobre las soluciones económicas y de poder.

En mi humilde opinión, debería haberse buscado otra forma de presentación, con representantes de movimientos emergentes, más de base, en un lugar verdaderamente popular. Puedo entender que no es fácil romper el bloqueo informativo, pero se necesita una renovación de planteamientos si se quiere un «movimiento unitario, democrático y de masas».

En cualquier caso la idea no sólo es buena: es imprescindible. La amenaza neofascista es real, y sólo uniéndonos por encima de las fronteras podremos pararla y crear auténticas mareas solidarias.

La ciencia nacionalista

Cada vez que uno lee en los medios de comunicación las noticias económicas en los últimos tiempos, la impresión que se obtiene a menudo es que no sufren las personas, sino los países. No se habla de griegos, sino de Grecia; no de los problemas de (muchos) españoles sino de las dificultades de España. Todo es hablar de la deuda de cierto país, del carácter de los ciudadanos de otro, que sería la causa de sus problemas económicos, de los compromisos financieros de un tercero, y así sucesivamente. Igual aparece esa perspectiva en los artículos periodísticos, que en los análisis económicos, que en los foros con comentarios, que en las conversaciones de café.

Lo que parecen ignorar todos los economistas y quienes les siguen, es que la homogeneidad en el seno de cada uno de esos países no existe, y que todas las medidas que se toman van a beneficiar o perjudicar de forma diversa a las capas o clases sociales en el interior de cada nación.

Por eso es por lo que protestamos muchos estos días, y es lo que causa la indignación de movimientos como los «indignados» o el «Occupy». No se trata de negar la existencia de una crisis económica en un país o una sociedad, sino del reparto de soluciones y responsabilidades en el interior de éstas. Es algo que gran parte de los economistas no suelen o no quieren ver, y creo que es un problema de deformación profesional, del que sólo una minoría parece escapar.

Hace algún tiempo leía un libro sobre la Economía, con el título «La ciencia humilde». Debo confesar que lo abordé con el hacha levantada, porque a partir de lo que todos los días leemos en los medios de comunicación, me parecía un título doblemente engañoso: dudaba de que la Economía pueda ser llamada ciencia, y desde luego tampoco parece que los economistas sean humildes, dada la facilidad y la seguridad con la que nos recomiendan sus medidas. Pero tras terminar de leerlo, mi prejuicio fue amortiguado en una gran parte: veo que los verdaderos economistas son más conscientes de lo que dejan ver, sobre las incertidumbres con las que trabajan y la falibilidad de sus hipótesis, y más rigurosos de lo que sus habituales fallos en la previsión del desarrollo económico nos demuestran, o de la simplificación en que incurren en charlas y artículos periodísticos.

Pero me quedé con esa otra impresión a la que antes hacía referencia, y que no deja de aumentar día tras día: que se trata de una ciencia nacionalista, que toma como referencia fundamental la nación o el Estado. No es que el autor, un socialdemócrata como Alfredo Pastor, se olvide completamente de los ciudadanos concretos, ni que ignore el componente social de las consecuencias de las políticas económicas, pero la impresión que obtuve del libro es que el objetivo último de un economista, tanto teórico como práctico, es el resultado sobre el país en su conjunto, y que eso es lo que valida las teorías o las medidas que toma. Ése es el foco que parece estar insertado en el corazón de un economista, lo que es tan inmediato que parece que le pasa desapercibido al propio sujeto. Es por lo que se juzgará a un ministro de economía: el crecimiento total de la nación, o los parámetros agregados (déficit público, etc) de su administración, independientemente del reparto en su interior. Podrá aumentar la desigualdad, la miseria de las capas más bajas, o el malestar social, que todo ello sólo será considerado, en la medida en que afecte a las magnitudes agregadas.

Se trata en definitiva de competir con otros países, compararse con ellos, medir primas y déficits. Es lo que saben hacer y por lo que les pagan.

No pido que se ignore de todo el enfoque territorial. Al fin y al cabo, no se puede escapar de él si se defiende la intervención del Estado, o se está a favor de la integración regional, como es mi caso.

Tampoco defiendo que no se midan estas magnitudes. Al fin y al cabo, si es una ciencia, medir es básico, y lo he defendido en otros textos de esta bitácora. Simplemente, que se usen más los índices que miden las desigualdades o la pobreza.

Y que dejemos de hablar de los problemas de Grecia, y nos enfoquemos más en lo que sufren los griegos. O lo que sufren o sufrirán (algunos) españoles.

Democracia y etnismo

En los análisis sobre los acontecimientos democratizadores en el mundo árabe, hay un aspecto al que creo que se está dando demasiada poca importancia, y que a mí me parece crucial para entender ciertas dinámicas de resistencia poco consideradas en Occidente: el miedo a la opresión religiosa y a la limpieza étnica. El primero si es mencionado en ocasiones en conexión con el riesgo del islamismo, pero en general la posible opresión de las minorías es algo mucho menos analizado de lo que merece.

Y es que la democracia tiene un lado oscuro, para utilizar la expresión que da nombre al libro del sociólogo Michael Mann. Se trata de un libro controvertido, pero su interés es máximo, y además es muy oportuno. Trata sobre la limpieza étnica, y su tesis principal es que en determinadas circunstancias este fenómeno es una consecuencia natural de la democracia. Cuando se crea una sociedad civil, se pueden producir dinámicas en las que una parte mayoritaria de la población se enfrenta a una minoría definida, por ejemplo una etnia, a la que trata de asimilar, o, en casos extremos, eliminar. Puede ocurrir, por el contrario, y de forma contra-intuitiva, que las dictaduras sepan manejar mejor ese enfrentamiento étnico, evitando genocidios o limpiezas a gran escala.

Es, ya digo, un tema de plena actualidad, ahora que en ciertos países, por ejemplo los árabes, como ya ocurrió en el este europeo, se están dando fenómenos de democratización que van a permitir la participación de las masas, pero que han ocasionado o pueden ocasionar también enfrentamientos interétnicos, que hasta ahora estaban de alguna manera controlados, aun de forma imperfecta. Negros detenidos en LibiaPor ejemplo, lo vimos en los países salidos de la antigua Unión Soviética, y lo hemos visto estos años pasados en el caso de Irak, en donde la desaparición de un dictador dio paso a una dinámica de guerra sectaria, que ha llevado a las limpiezas étnicas dentro de determinadas zonas, y a la práctica pronta desaparición de comunidades tan tradicionales pero minoritarias como los cristianos. Se ha visto algo parecido las últimas semanas con el acoso a los coptos en Egipto o los asesinatos de negros y la persecución de los tuaregs en Libia.

Debo confesar que, como decía en mi artículo anterior, no he terminado de leer el libro, que he tenido que dejar tras el primer capítulo, cansado de una pésima traducción, que me impide enterarme de lo que el autor pretende comunicar, por lo que no puedo asegurar que reflejo bien el planteamiento y la tesis, y tampoco puedo juzgar si esas afirmaciones se demuestran convincentemente. Pero no me parece inverosímil, ya que otros estudiosos, como el fascinante Gellner, han hecho ver cómo el nacionalismo es un fenómeno moderno, derivado de la participación de las masas en el ámbito político, y cómo el estado-nación tiende a la homogeneización, bien integrando o expulsando minorías, bien creando nuevas sub-entidades donde las antiguas minorías repiten el fenómeno.

Aunque se han producido genocidios en dictaduras, el fenómeno de la limpieza étnica no es ajeno a la democracia, y parece que es más habitual en casos de sociedades que se libran de una dictadura, o en las que se produce cierto consenso democrático en al menos una parte de la población.

En este sentido, me parece que el caso de Siria puede dar lugar a problemas similares a los antes mencionados, y creo que el estudio de tesis que hacen ver los inconvenientes de fenómenos de transición democráticos puede ser útil. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que me oponga a una evolución hacia mayores cotas de participación ciudadana en estos países, especialmente cuando están podridos por la corrupción y los abusos, sino que quiero hacer reflexionar sobre el discurso simplificador de que todo intento democratizador es positivo sin más (además de que no me creo la retórica de los gobiernos occidentales, pero esto es otro debate en el que no voy a entrar ahora). Creo que muchos opinadores sobre los sucesos de Siria no tienen en cuenta el miedo de las minorías (alauíes, cristianos, drusos o curdos) hacia una opresión por parte de las mayorías, algo muy habitual en procesos de consolidación de un estado-nación.

No es extraño que en ciertas etapas de formación de los estados, un gobierno autoritario, gestionado por parte de una minoría, sea más estable y menos violento, incluso si es más injusto. En ese sentido, un proceso democratizador debe asegurar mecanismos de protección, al menos de forma transitoria. En fin, que las razones democratizadoras que se muestran en el Occidente para apoyar la llamada primavera árabe, parecen más una simplificación, o una mera excusa, que algo pensado en profundidad.

Un temor similar se me presenta en el caso de Sudán del Sur. Aquí de nuevo parece que soy completamente minoritario, si se considera la práctica unanimidad de la opinión pública en la alegría por la creación de un nuevo país, que divide a la población negra del sur de los árabes del norte. A algunos les parecerá extraño que me preocupe una decisión que ha tomado el 99% de los habitantes de un territorio y ha aceptado la otra parte a quien afecta la decisión. No soy yo quien debe decidir la organización política de un país del que no sé casi nada. Pero quiero hacer notar que la secesión es a la vez un gran fracaso y una importante amenaza.

Fracaso, porque supone abandonar esfuerzos de creación de una sociedad laica e integradora. El propio fundador del partido hoy en el poder en Sud-Sudán, John Garang, fue un defensor de un Estado laico e integrador para todos los sudaneses, y su muerte y los acontecimientos posteriores han acabado con ese sueño. Ahora vamos a tener dos estados definidos por la raza y la religión, en vez de por un sentido cívico de pertenencia, y no creo que eso sea un buen resultado. Lógicamente, las minorías en ambas partes se van a ver presionadas aún más, porque lo que nunca consiguen estos acuerdos es crear estados monoétnicos. Sin embargo, al definirse por la etnia o la religión, adquieren una mayor legitimidad para homogeneizar o perseguir el resto de minorías. Lo vamos a ver, desgraciadamente, en ambos nuevos estados, que no son, ni mucho menos, monoétnicos, ni siquiera tras la división. [NOTA: Para quien quiera leer análisis más profundos sobre Sudán, Le Monde Diplomatique publicaba en febrero sendos artículos de Marc Lavergne y Gérard Prunier, que recomiendo; desgraciadamente las versiones en español no están en red (1, 2); yo las he leído en Esperanto (1, 2) pero también son accesibles en francés (1, 2) y en un caso en inglés (1)]

A la vez es una amenaza, porque, como ya ocurrió en el caso de la división entre la India y Pakistán, que yo considero que es la mayor tragedia que ha ocurrido en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, y cuyas desgraciadas y mortíferas consecuencias no hemos terminado de ver todavía, las secesiones rara vez eliminan o disminuyen los conflictos armados y las limpiezas étnicas. También allí, como ahora, quedaron fronteras sin ajustar. Lo mismo sucedió en un lugar mucho más cercano a los países ahora nacidos: la división entre Etiopía y Eritrea, que ya mencioné cuando hablé de mi oposición (tan minoritaria también) a la secesión del Sáhara Occidental. La independencia de Eritrea no condujo ni a la paz, ni a la prosperidad, ni a la democracia. Lo mismo va a ocurrir ahora, desgraciadamente, en el caso de los dos Sudanes (y lamento ser agorero, pero me temo que el tiempo me va a dar la razón)

A veces tendemos a ver el etnismo como una supervivencia de tiempos bárbaros. Sin embargo, más bien suele ser un fenómeno moderno, propio de democracias o de procesos de consolidación estatal, en los que el grupalismo puede desempeñar un papel básico en la formación de la sociedad civil. Si fuéramos más conscientes de esta característica, quizás podríamos desarrollar mejores tácticas para prevenir genocidios y limpiezas étnicas, en vez de fiarnos de análisis que yerran en sus causas.

Versión en esperanto

El erróneo refugio del patriotismo

Hace un par de meses ya manifesté aquí mis temores que la respuesta de algunas capas sociales a la crisis podría ser el incremento del nacionalismo (o el patriotismo, que para mí son términos sinónimos). Pues bien, este pronóstico se ha visto parcialmente confirmado en las elecciones regionales y municipales del domingo pasado en España. Y sigo creyendo que es un error.

En épocas de crisis, cuando los débiles se encuentran a merced de las acometidas de los poderosos, o de fuerzas sociales que no saben dominar, es normal que abandonen el individualismo más corriente en momentos más desahogados, y que busquen una línea de defensa común. Desgraciadamente, la experiencia de otros tiempos históricos o de otros lugares, indica que no es descartable que la defensa común se organice no de forma universal(ista), sino refugiándose en grupos más o menos artificiales, definidos por criterios territoriales o étnicos. El patriotismo se convierte en un refugio, y la rabia o la línea de acción se dirigen no contra el sistema general, o contra los abusos de personas o grupos económicos concretos, sino contra un enemigo externo, aunque sea otro grupo de víctimas.

Es una tendencia que, como ya dije en esa otra ocasión, se está viendo en Europa, con el auge de movimientos ultraderechistas o xenófobos. Entonces me centré más en la posible vuelta del antisemitismo, pero quiero aclarar que no es ésta la manifestación más peligrosa. Es más, lo importante no suele ser el objeto del odio, sino, sobre todo, el hecho mismo de que haya alguien a quien odiar. Los odios se pueden cambiar sin problemas.

En España

Hasta el momento no se estaban viendo en España grandes manifestaciones de esta tendencia, pero los que vivimos en entornos populares sabemos que el movimiento de fondo estaba creciendo, aunque no tuviera reflejo en la política general o en los medios de comunicación, que suelen reflejar más los puntos de vista de las clases medias.

Es más, una de las virtudes del movimiento juvenil que se ha manifestado en los últimos días, bajo el lema de «Democracia Real Ya», es, a mi entender, que puede canalizar el movimiento de protesta de forma más atinada, hacia el sistema general, en vez de hacia los grupos externos, que sufren igual el impacto de las malas prácticas económicas. Lo escribí hace unos días, cuando este movimiento comenzó a ganar fuerza, en un texto anterior cuyo enlace incluyo aquí, aunque está escrito sólo en esperanto (no me pareció muy necesario escribir sobre este asunto en castellano, ya que sobran análisis de personas más competentes que yo, pero sí quise escribir algo para quien me lee fuera de nuestras fronteras)

Sin embargo, ese esfuerzo meritorio no ha sido suficiente: como se puede ver en los resultados, los patriotas crecen. Los xenófobos llegan a los ayuntamientos de las zonas obreras de Cataluña, los abertzales triunfan en el País Vasco, los populistas locales sorprenden en Asturias o Córdoba, los neoespañolistas de UPyD se consolidan en Madrid y otros lugares. Incluso en el caso del Partido Popular, cuanto más extremista el candidato, más apoyo recibe.

¿Cómo cambiar esa dinámica? Yo creo que fortaleciendo el Estado frente a las empresas y los individuos (sobre todo los poderosos). Cuando los expertos y los mercados piden lo contrario, es bueno recordar que una consecuencia de la ruptura de la cohesión social es el refugio en los grupos más pequeños, y en la lucha de todos contra todos. Los poderosos pueden permitirse el lujo de aplicar medidas individuales a sus problemas. Pero los débiles necesitan cohesión, leyes, convenios, tejido social. Si se desmantela en un lugar, lo buscarán en otro, no precisamente mejor.

Es una lección que la izquierda debería recordar, porque cuando la olvida y se concentra sólo en la retórica y en las acciones simbólicas pero vacías, deja de representar a los más débiles y recibe un batacazo como el de estos días. Y la derecha se frota las manos, porque consigue aglutinar bajo una bandera a los culpables y las víctimas. Éstas no solucionan sus problemas, pero se sienten más apoyadas. Un error quizás comprensible en algunos sectores sociales, pero un error al fin y al cabo. Y a veces la antesala de un crimen.

¿Vuelve el antisemitismo?

NOTA: El siguiente texto es una versión de un artículo escrito originalmente en esperanto, y que apareció en el número de enero-febrero de la revista «Sennaciulo», órgano de la Asociación Mundial Anacional (SAT), en un dosier sobre «Tolerancia hasta qué grado». El original puede leerse aquí.

Siempre me han indignado las declaraciones de algunas autoridades (y ciudadanos) israelíes, que justifican las acciones racistas de su gobierno acusando de antisemitas a los que simplemente son antisionistas. Es claro que no se debe confundir antisionismo y antijudaísmo, y de hecho yo reivindico el derecho a declararse contra la existencia de un Estado Judío, y a la vez defender los derechos de los individuos judíos dondequiera que se encuentren. Pero últimamente observo un fenómeno preocupante, que la situación económica puede exacerbar: el aumento del antisemitismo.

Un observador ingenuo podría pensar que una crisis del capitalismo, causada por fenómenos de codicia y concentración que ya Marx describía en el Manifiesto Comunista hace más de 150 años, iba a producir una rebelión mundial contra un sistema podrido. Sin embargo, es muy posible, si la izquierda no se moviliza adecuadamente y deja de hacerle el juego a los poderosos, que el resultado sea similar al que ya se vio en los años 30 en circunstancias similares: la sustitución de la perspectiva de clase por la visión étnica, el refugio en las identidades grupales y la culpabilización de las minorías nacionales.

Lo estamos viendo ya en las manifestaciones contra inmigrantes, en el aumento de la xenofobia, en la focalización en materias nacionales en las elecciones, o en la perspectiva puramente nacional en las salidas a las especulaciones financieras. A los que nos interesa la historia, los paralelismos con los años 30 no pueden dejar de espantarnos (resulta tan evidente que cuando ya había escrito este texto, me lo comentaba mi  hija, que está estudiando este periodo ahora en la enseñanza media)

Antisemitismo sin judíos

Incluso estoy empezando a ver el incremento de un fenómeno típico de la anterior gran crisis que creí que esta vez no se iba a producir, el antisemitismo. Al fin y al cabo, antes era fácil ver una minoría en las cercanías. Ahora, tras la creación del Estado de Israel y la masiva emigración de judíos a esas tierras, la gran mayoría de ciudadanos de Europa y América apenas tienen ocasión de relacionarse personalmente con un individuo identificable como hebreo.

No obstante, el judío como abstracción parece que sigue estando disponible. No quiero centrarme en escándalos recientes, quizás algo sobrevalorados. Pero lo he vivido en algunos comentarios de personas cercanas, inteligentes, para los que las múltiples teorías de la conspiración judía siguen siendo razonables. Incluso entre ciertos medios de la izquierda, la solidaridad con la causa palestina se ha aliado con las teorías conspiranoicas para hacer aceptable un salto adicional: la culpabilización de los hebreos como tales, no sólo de un Estado especial.

Quien se va a beneficiar de ello, sin embargo, es la extrema derecha. Lo voy a ilustrar con un ejemplo real de Estados Unidos, donde la rabia contra la situación económica ha sido capitalizada por un movimiento populista, el “Tea Party”, que prefiere echar la culpa a las minorías y los extranjeros. Hace unos días, uno de los gurús del movimiento, el presentador Glenn Beck, desarrolló una serie de ataques contra una sola persona, a quien acusó de estar detrás de todos los problemas del país, como “maestro de marionetas”: George Soros. Soros es bien conocido, y a él he dedicado algunos textos en esta web. Hay que reconocer que es un blanco fácil para este tipo de populismos: rico, especulador, extranjero, universalista, liberal… y judío.

Así que el ataque contra él puede recurrir a todo tipo de culpabilizaciones, sin necesidad siquiera de que esta última circunstancia aparezca de forma explícita, aunque de alguna manera se sobreentienda. Beck incluso pudo recurrir al hecho de que el padre de Soros hablaba esperanto (aunque él en su ignorancia designó a este idioma como “esperanza”) para transmitir la idea de un complot universalista (es decir, extranjero) contra los buenos patriotas norteamericanos.

George SorosNo soy yo quien va a defender a Soros (como diría Jon Stewart “please don’t make it so awful that I feel the need to defend a vaguely creepy hedge fund billionaire like George Soros”), pero su uso como chivo expiatorio es claramente una táctica para divertir la culpabilidad de un sistema podrido, y de personas mucho más poderosas, menos visibles. Es decir, lo que ya se hizo en los años 30 con los judíos.

En Beck y en otros miembros de la extrema derecha estadounidense se da una curiosa circunstancia, que creo que también se está empezando a dar en otros países: el antisemitismo y el pro-sionismo. Es decir, se puede apoyar al Estado de Israel, como punta de lanza de los valores “occidentales” en Próximo Oriente, y como ayuda en la lucha contra los árabes, además de como lugar para desembarazarse de los judíos propios, mientras a la vez se combate a los judíos como abstracción. Si además ello sirve para favorecer algunas ideas milenaristas, que ven la concentración de judíos en Tierra Santa como un paso para la conversión general y el Juicio Final, como no es extraño en ciertos medios evangélicos de Estados Unidos, mucho mejor. En ese sentido, Soros es de nuevo el blanco perfecto, como judío y antisionista.

Sionismo y judaísmo

Creo, como decía al comienzo, que es posible ser antisionista, sin que ello signifique ninguna animosidad a los judíos. Es más, opino que Israel es la mayor desgracia que le ha ocurrido a la cultura judía. Si ésta se caracterizaba por su variedad, por su combinación entre una aspiración universal y su interacción con las culturas locales entre las que vivía, la homogeneización a la que siempre tienden los estados ha acabado con estos rasgos únicos. Buena muestra es que prácticamente han muerto todos los lenguajes judíos (yidis, sefardí y tantos otros), a favor de uno recreado, el neohebreo. Not the enemy, de Rachel ShabiComo ha contado la periodista Rachel Shabi en un reciente libro, “Not the enemy”, la presión de la élite de origen europeo en Israel está causando que poco a poco desaparezca todo lo relacionado con la cultura de los judíos procedentes de países de mayoría islámica, los que en ocasiones se llaman sefardíes en un sentido amplio, aunque la mayoría no procedan de la Península Ibérica ni hablen judeoespañol, y por tanto es más exacto el nombre de mizrahis o mizrají. Es este un tema del que apenas se sabe nada en España, a pesar de la histórica relación con los sefardíes (etimológicamente, los ibéricos), ni siquiera entre los más apasionados seguidores del conflicto en Palestina.

Ya hace algún tiempo, hablando sobre el Holocausto y las memorias personales sobre este tema, hice notar la relativa escasez de libros en castellano sobre el mundo judío, en comparación con otras lenguas. No es de extrañar por tanto la frecuente ignorancia sobre aspectos básicos. En conversaciones sobre el Holocausto, me he encontrado a menudo que los españoles ignoramos la amplitud de la población judía en Europa y la variedad de su situación social. La existencia de una amplia área geográfica (en las actuales Polonia, Lituania, Bielorrusia o Ucrania) donde los judíos eran una minoría étnica más, mayoritaria en ciertas ciudades y regiones, con una identidad importante y un idioma común, es algo que los esperantistas sabemos casi como un dato evidente, porque constituye una parte básica del contexto histórico donde nació el esperanto y su iniciador, el doctor Zamenhof, pero es algo totalmente ignorado en los ámbitos intelectuales generales en España.

Esta confusión entre religión y nacionalidad judía, de todas formas, es algo suficientemente complicado, que daría para todo un artículo en sí mismo. En parte es una evolución histórica lógica, explicable dentro de las teorías del nacionalismo más clásicas, causada o aprovechada por los propios sionistas, que no han dudado en emplear una identidad previa para favorecer algo que no tenía por qué ser obvio: la creación de un estado uninacional en un territorio ajeno a la tradición más cercana de los judíos reales. Hay un libro enormemente interesante, y muy controvertido, “Cómo fue inventado el pueblo judío”, de Shlomo Sand, desgraciadamente de nuevo inaccesible en castellano, que explica muy bien el proceso, y que recomiendo a cualquiera que esté interesado en el tema (aquí puede leerse un resumen).

Las teorías clásicas del nacionalismo tenían un importante escollo: la existencia de los judíos en Europa. Cuando uno lee textos clásicos, por ejemplo de los autores marxistas de principios del siglo XX, como Stalin, Rosa Luxemburgo o Kautsky, da la impresión de que éste era el aspecto que más dificultaba los debates. Es más, la discusión sobre qué era una etnia giraban a veces en torno a esta noción, hasta el punto de que siempre he sospechado que la insistencia de Stalin (que era el ideólogo de los bolcheviques sobre la cuestión nacional incluso antes de alcanzar el poder) en la necesidad de que existiera un territorio como elemento conformador de la nacionalidad se debía más a su conocido antisemitismo que a una profunda elaboración teórica, mientras que las posiciones de Rosa Luxemburgo no podían obviar su propia condición de judía.

El propio Zamenhof fue también muy consciente del problema judío, y en su primera juventud fue incluso un defensor de la nacionalidad judía y un pionero del sionismo, incluso antes de Herzl. Pronto vio que no era ésa la solución, que un hogar judío en Palestina causaría inevitablemente enfrentamientos con la población local, y prefirió una vía muy distinta: el universalismo y la batalla contra las animosidades étnicas, hasta el punto de crear un idioma neutral y de buscar algún tipo de religión humanista. Sus escritos son aún hoy un prodigio de clarividencia.

El sionismo ha sido el último triunfo resonante del nacionalismo estatalista. El que ha conseguido ligar una nacionalidad a un territorio, incluso cuando esa nacionalidad no disponía de ninguno, y el territorio ya estaba ocupado por otros. Algunos pensamos todavía que no tiene por qué ser así. Que es posible evitar el carácter nacional de los estados. Que el sionismo no tiene sentido, y a la vez alimenta el antisemitismo. Un peligro sobre el que, más que nunca, hay que estar siempre vigilante, y que no necesita apenas nada para volver a florecer.

A favor de los saharauis, contra su independencia

Si a menudo siento que mis opiniones sobre nacionalismos y patriotismos son minoritarias, estos días creo que he batido un récord: apostaría que soy casi el único español contrario a la independencia del Sáhara Occidental, partidario de la integración de Ceuta y Melilla en Marruecos, y a la vez totalmente contrario al actual régimen marroquí.

Los graves incidentes de estos últimos días en El Aaiún han sido interpretados en general como una disputa nacionalista, a pesar de que no todos los participantes en los campamentos la han expresado así. Y ha sido la ocasión de que se vuelvan a escuchar voces a derecha e izquierda favorables a la independencia del Sáhara Occidental, la antigua colonia española. Hay una mala conciencia general sobre la forma en que se desarrolló el abandono del territorio y de sus habitantes hace 35 años. Las peticiones vienen también de la derecha, que posiblemente siente cierta unión con antiguos ciudadanos españoles, mezclada con antipatía hacia los marroquíes (los moros). Y parece que la izquierda favorece unánimemente el “derecho a la autodeterminación” del “pueblo saharaui”.

Así que el resultado parece unánime: una clara simpatía por los saharauis (aunque las instancias oficiales tengan que ser prudentes por motivos diplomáticos), y una confianza de que la independencia solucionará los problemas básicos.

Me temo que mi opinión va a contracorriente. Yo no creo en el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, entre otras razones porque no creo en la existencia de un pueblo saharaui como tal. Existen desde luego los ciudadanos de esa antigua colonia, cuyas condiciones de vida son abominables, y la opresión por parte de la monarquía alauita es indignante. Sus protestas me parecen justificadas, y apoyaré si puedo sus quejas. Pero no creo que algo más setenta mil personas, según el censo oficial, tengan derecho de gobierno sobre doscientos mil kilómetros cuadrados y sus riquezas.

¿INDEPENDENCIA?

En general, soy anacionalista, es decir, no creo en la existencia de pueblos y naciones. Pero en este caso, y sin ser especialista sobre el tema, el asunto me parece aún más claro. No creo que haya nada que diferencie a los habitantes de la antigua colonia española del Sáhara Occidental de los pueblos del desierto del sur y oriente de Marruecos y de otros países cercanos. Nada justifica la creación de una nación en ese lugar, y ni siquiera la geografía lo aconseja: no hay más que mirar un mapa de la zona, y ver que las fronteras que se proponen son meras líneas rectas en su casi totalidad, creadas por las respectivas potencias coloniales.Okcidenta Saharo

Cuando tanto se ha argumentado desde la izquierda contra las desgracias causadas por el colonialismo en casi todos los países africanos, creando entes políticos caprichosos, a los que se acusa de gran parte de los sufrimientos de los habitantes de ese continente, me parece paradójico que la izquierda española defienda la persistencia de una frontera evidentemente artificial, que no tiene en cuenta para nada la realidad objetiva. Creo que se puede argumentar con mayor razón a favor de la independencia del Rif, una región con rasgos lingüísticos, culturales, históricos y geográficos más destacados, y con mayor abandono por parte de los regímenes de entonces y de ahora.

No favorezco las fronteras, y tampoco voy a defender la existencia del estado de Marruecos, al que haya de pertencecer una parte más o menos grande del continente. Pero mientras existan tales estados, considero más defendible la ligazón entre esos territorios y sus habitantes que la multiplicación de entes políticos y el levantamiento de nuevas barreras.

Esa es la razón de que defienda también la unión al mismo territorio de las ciudades de Ceuta y Melilla. Es verdad que en este caso la historia es diferente, y que probablemente la mayoría de sus actuales habitantes prefiere la ciudadanía española, pero las ciudades actúan actualmente más como fuente de perturbación de la economía de la zona y de imán de problemas políticos, que como dinamizadores de los alrededores. Prestaría mucha atención a los intereses materiales de los actuales habitantes, y buscaría un acomodo adecuado, de la misma forma en que favorezco un acuerdo cuidadoso para la reintegración de Gibraltar en el estado español, pero no veo ninguna razón para la conservación de esa anomalía presente.

EL VERDADERO PROBLEMA

Queda, sin embargo, un asunto peliagudo en el debate: la situación actual de los ciudadanos de todo ese territorio, marroquíes y casi-marroquíes, bajo el actual régimen político. Esa es para mí la auténtica desgracia de toda la situación, que los saharauis deben soportar los caprichos de una élite depredadora, bajo la dirección de un rey dictador, en vez de decidir sobre su destino en el sentido más real de la expresión. La situación económica es cada vez más inaguantable, lo que ha conducido a que la frontera entre Marruecos y España sea la que separa la diferencia de niveles de renta más alta del planeta. Las razones son muchas, por supuesto, pero en gran parte se debe a la corrupción de una monarquía que nada en al abundacia, mientras se multiplica la misera a su alrededor, como puede comprobar quien haya visitado el país recientemente, y haya observado que el ritmo de construcción de palacios reales no se detiene. Nada mal para una familia que en el momento de la independencia ni siquiera estaba entre las más ricas del país. Y quien haya leído libros como “Nuestro amigo el rey” no puede por menos que indignarse de que por motivos similares se haya cesado y ahorcado a Saddam Hussein, mientras que Hassan II se paseaba pisando las alfombras rojas de los países por donde pasaba.

¿Cómo puede ser que esta familia haya conservado e incrementado su poder, mientras todos los monarcas del norte de África fueron poco a poco destronados? Entre otros motivos, y así volvemos a nuestro tema, porque se las arreglaron para explotar los sentimientos nacionalistas. Cuando el régimen se tambaleaba, y tales ocasiones no faltaron en las últimas décadas, bastaba con señalar las regiones separadas o separatistas para eliminar las dudas y las oposiciones. Otra vez el patriotismo está sirviendo para oscurecer las diferencias sociales, y para que los bribones y las élites conserven sus privilegios. No quiero culpar al Frente Polisario, pero no dejo de pensar que si en su momento hubiera combatido con la oposición marroquí contra el enemigo común, la situación sería mucho mejor para todos ellos.

Para concluir: no estoy en contra de la independencia o de una amplia autonomía para el Sáhara Occidental si se llegase a tal status tras los acuerdos correspondientes. Mientras existan estados, me da lo mismo si la raya en el mapa pasa por un grano u otro del desierto. Pero no me hago ninguna ilusión sobre la posible solución de los problemas por esa vía. Recuerdo que, cuando era más joven, se esperaba mucho de la independencia de Eritrea con respecto a Etiopía, una causa que casi todos los observadores consideraban completamente justificada y defendible, Y sin embargo obsérvese qué ha resultado de ello: ni siquiera la paz. Continuación de batallas, incluso por la posición de ciudades diminutas, rearme de los ejércitos, ruptura de los acuerdos, hasta el punto que uno se pregunta si la situación no era mejor anteriormente. O, por presentar un ejemplo aún más absurdo: véase qué resultó de la independencia de las repúblicas centroamericanas: hace unos días han estado a punto de entrar en guerra dos de ellas por un error de Google Maps.

La independencia frente al colonialismo, he ahí algo que apoyo de corazón. Sucesivas independencias y disgregaciones tras el colonialismo, en favor de las nuevas élites… en esas luchas no me van a encontrar.

Un nacionalismo soportable

En los últimos días, gracias a mi participación en bastantes foros internacionales y a mi conocimiento del esperanto, he recibido unas cuantas felicitaciones desde bastantes países, incluyendo sitios como Nepal e Indonesia. Y todo sin merecerlo. Simplemente porque un grupo de jóvenes que al parecer me representa ha vencido en un juego que no me interesa.

No quiero parecer desagradecido. Es verdad que no me interesa el deporte de competición, y que soy bastante inmune a los sentimientos grupales que este tipo de juegos ocasiona. Pero agradezco los buenos deseos de los amigos. A la vez, y sobre todo, me alegra que los que me rodean estén felices. Los buenos sentimientos son contagiosos, y me parece muy bien que la gente que quiero se lo pase bien.

Como decía, no me interesa el fútbol como espectáculo, así que ese día fui uno de los testigos de las calles vacías y participé en el proyecto que organizó Kurioso. También tengo que decir que luego, casi por casualidad, fui testigo de las calles llenas durante la celebración del día siguiente en Madrid.

Como sabe quien me ha leído otras veces en este blog, yo soy muy crítico con el nacionalismo/patriotismo. Me parece muy bien el sentimiento comunitario, pero justamente el grupalismo ocasionado por el deporte es el que más aborrezco. Sin embargo, esta vez debo decir que lo he aceptado bastante bien. Por lo que he podido experimentar, se ha tratado en general de un sentimiento bastante sano y civilizado. Ni se ha visto mucha agresividad ni se ha orientado contra otros.

He visto participación de extranjeros, inmigrantes y turistas. Tampoco he visto que la alegría por la victoria de España se haya manifestado como hostilidad a Cataluña o el País Vasco. A nadie vi protestar por la presencia de una senyera en el autobús de los futbolistas. Y parece que muchos catalanes vieron compatible su participación en la manifestación catalanista del sábado con la celebración española del domingo. En contra de lo que critiqué en otra ocasión, esta vez la proliferación de la bandera rojiamarilla parece que fue símbolo de unión, en vez de secesión.

Me parece bien. No he sentido el entusiasmo general, pero tampoco lo considero negativo. Supongo que a muchas personas les ha venido bien un motivo de alegría en medio de una situación económica desfavorable, y han sentido la necesidad de un sentimiento colectivo cuando acecha la posibilidad de que se produzca una descomposición social y un sálvese quien pueda. También yo me incluiría en este grupo, si no fuera porque me temo que cuando este sentimiento se produce por causa del deporte, es muy frágil, y no aguanta la menor tensión social.

Cuando volvamos después del verano, los problemas seguirán ahí. Necesitaríamos un tejido social más resitente y desarrollado para afrontarlos colectivamente. Las banderas poco van a ayudar.