Quizás sea un simple ataque de pesimismo, o el efecto de alguna lectura reciente, pero cada vez tengo más la impresión, dada la situación española actual y los precedentes históricos, que esto va a acabar en un golpe monárquico.
Ya sé que la historia no siempre se repite, y que, como dijo el viejo Marx, cuando lo hace es en forma de farsa, pero existen tantos paralelismos con el ambiente y los acontecimientos de hace 90 años, que no sería de extrañar que acabáramos de forma parecida, y, dado el nivel de antipoliticismo que nos invade, que encima a muchos no les parecería mal.
Hace unos diez años, el economista Gabriel Tortella escribía un artículo en El País, en el que sugería cómo debía ser el socialismo español en el siglo XXI. Sus recetas eran tan similares al programa de los liberales de comienzos del siglo XX, que escribí un texto que reproduzco y del que me siento todavía casi orgulloso:
Con su artículo “El socialismo en el siglo XXI” el sr. Tortella pretende que el PSOE asuma sin máscaras el papel del Partido Liberal español en el comienzo de la monarquía alfonsina. Todas sus propuestas para lo que debe ser el socialismo en este comienzo de siglo XXI son exactamente las que firmaría un liberal hace 90 años, con el añadido, modernidad obliga, de un ligero toque ecologista. No está mal, porque así se confirmaría así que vivimos en una Segunda Restauración, prácticamente idéntica a la Primera. Tenemos dos partidos dinásticos, apenas distinguibles salvo por su relación con algunas libertades cívicas y su mayor y menos identificación con las consignas de la Iglesia, pero equivalentes en sus propuestas económicas y que se turnan pacífica y periódicamente en el poder. A su lado, una coalición de izquierdistas que apenas se caracterizan más que por su republicanismo histórico, a menudo peleados entre sí y casi siempre inoperantes. Tenemos también una nueva Lliga, dudando entre sus reivindicaciones autonomistas y la coalición con sus intereses económicos, y una emergente Esquerra. Por el norte, además de los bizcaitarras, siguen dando guerra los carlistas, aunque ahora se llamen abertzales. Incluso tenemos una especie de anarquistas, o al menos algo que produce el mismo pánico a todos los sectores sociales, los terroristas islámicos, con sus magnicidios incluidos. Sólo nos faltaría, para que el panorama fuera más ajustado, que unos tipógrafos (o quizás sus equivalentes actuales, unos informáticos) funden un verdadero Partido Obrero.
Decía que estaba orgulloso, no tanto por la originalidad (basta teclear Segunda Restauración en un buscador para darse cuenta de que muchos articulistas han observado paralelismos similares), sino porque en el tiempo transcurrido ha demostrado que los rasgos comunes se han incrementado. No me atrevo a asegurar que el recientemente fundado Partido Pirata vaya a ocupar en el futuro un papel similar al de los obreristas de entonces como representación de las capas asalariadas, modestas, pero relativamente preparadas desde el punto de vista intelectual. Sigo con curiosidad la evolución en otros países y quizás en España se termine dando algo parecido, aunque por el momento no tengo claro si se consolidará y en qué sentido. También apunto de pasada los muchos paralelismos de movimientos como el 15-M con los libertarios de entonces, con su asambleísmo, sus grupos de afinidad y, también, por qué no, su afición a temas marginales.
Sin embargo, más significativos me parecen otros desarrollos producidos en los últimos años o incluso meses, que son paralelos a los que tuvieron llegar a lo largo de la segunda década del siglo XX.
El más destacado y preocupante lo constituye el descrédito brutal de los políticos y las clases dirigentes. Los políticos de finales de ese periodo histórico sufrieron la crítica completa de los intelectuales, de la llamada opinión pública, de las masas conscientes, de forma que hacia 1920 se encontraban completamente desprestigiados. Se sucedían los llamamientos a cirujanos de hierro, o a dirigentes no políticos. Toda una campaña de regeneracionismo parecía comenzar en el desprecio de los políticos.
La situación actual es demasiado parecida como para que no llame la atención. También se ha producido en los últimos pocos años un crecimiento frenético del antipoliticismo. Es un resultado quizás merecido, pero me temo que exagerado si se reflexiona que no hace distinciones, y que no toca en la misma medida a otros sectores que lo merecen incluso en mayor grado, como los dirigentes empresariales o financieros.
La primera consecuencia de esta tendencia es el previsible crecimiento de las soluciones nacionalistas o populistas. Las primeras, las tendencias a refugiarse en el patriotismo, ya las denuncié hace unos meses y sus riesgos me parecen aún más relevantes tras los recientes acontecimientos en Cataluña. En cuanto al populismo, tendremos en breve la oportunidad de comprobar si se consolidan con fenómenos como el de Mario Conde, que parecerían impensables, pero que ya no extrañarían a nadie tras ver casos como los de Sandokán en Córdoba o Ismael Álvarez en Ponferrada. El caso extremo es obviamente el triunfo de los neonazis en Grecia, «el último eslabón de la antipolítica», en frase afortunada de Íñigo Sáenz de Ugarte.
Pero sin llegar a estos extremos, la consecuencia más moderada del antipoliticismo son los continuos llamamientos a soluciones tecnocráticas que se han hecho sumamente populares, aunque sean lanzadas por financieros o antiguos empleados públicos.
El último paralelismo que quería subrayar, y que para mí ha sido el más sorprendente, es el descrédito de la monarquía. Hace diez años nadie imaginaría que el rey iba a sufrir un desgaste similar al que tuvo en esos años su abuelo. Hasta los escándalos de faldas están siendo similares.
Este verano he tenido ocasión de leer la biografía que sobre el antiguo monarca produjo Gabriel Cardona, y la similitud en las personas y los acontecimientos es impresionante (y no intencionada, ya que el libro fue escrito cuando nadie podía imaginar la evolución reciente). No parece que éste actual sea un rey de espadas, como su abuelo, sino más bien de oros, así que si por el momento no hay un Expediente Picasso, no sería de extrañar que los problemas económicos asociados a la corrupción en la Casa Real condujeran a una solución similar a la de 1923. Con un poco de suerte, y dada la naturaleza de los problemas reales (en ambos sentidos de la palabra), esperemos que al menos esta vez el golpe sea con economistas y no con militares.
Es un triste consuelo, pero, ya digo, es que hoy estoy pesimista. Porque nadie aprende de la historia.