Estas últimas semanas varios miles de chavales de 18 años han tenido su primera experiencia directa con la maquinaria burocrática del Estado. Y miles de ellos han podido comprobar que la autonomía, la de las Autonomías y la de las Universidades, sólo ha conseguido hacerles la vida más difícil. Perder tiempo, dinero y nervios. Sin ventajas, sin justificación, lo que podría haberse solucionado en 5 minutos, sin coste, se ha convertido en un proceso desesperante, absurdo, ineficiente.
Me estoy refiriendo, claro está, al proceso de matriculación en las universidades. Para quien no lo conozca, el procedimiento que han tenido que seguir los nuevos estudiantes, para las carreras con límites de plazas, es el siguiente: una vez definida la nota final del bachillerato y el examen de selectividad (o como se llame ahora), te preinscribes en todas las universidades posibles y quizás en varias carreras, y esperas a la nota de corte. Si te llega la nota en una universidad, aunque no sea tu primera elección, empiezas el proceso de matrícula, pero manteniendo tu atención a lo que ocurre en el resto de universidades. Como todo el mundo ha hecho lo mismo, los que han conseguido ya una plaza van renunciando a las segundas y sucesivas opciones, así que se van abriendo nuevas oportunidades para los siguientes. En estas fases sucesivas se van creando nuevas posibilidades de conseguir plaza en una universidad o carrera, así que puedes renunciar a tu elección previa, aunque ya te hubieras matriculado (es decir, hubieras completado toda la labor burocrática, realizado el traslado de expediente e incluso pagado), y puedes comenzar el proceso de nuevo. Como cada universidad ha establecido un procedimiento diferente, con distintas exigencias burocráticas, con plazos diferentes, todo se puede complicar hasta el infinito.
No hace falta ser un lince ni un arbitrista para ver cómo todo el proceso se podría solucionar en cinco minutos: con una aplicación que pidiese a los alumnos ordenar sus preferencias por carrera y universidad, y fuera asignándolas en función de las calificaciones obtenidas, con las correcciones que se estimasen necesarias. Incluso yo mismo, que no tengo conocimientos informáticos especializados, sabría programarlo para que en una mañana todo el mundo supiera dónde iba a estudiar. Con el sistema actual, a día de hoy, dos meses después de que empezara el proceso, y tres semanas después de que hayan comenzado las clases en algunas universidades, cientos de estudiantes (entre ellos mi hija) no saben dónde va a terminar estudiando. A finales de septiembre sigue habiendo renuncias y matriculaciones, pagos y devoluciones, viajes y papeleos. Una pesadilla, un caos.
Me he extendido en este caso porque me ha tocado (me sigue tocando) de cerca, por pura frustración, pero los ejemplos son infinitos. En mi propio trabajo me encuentro situaciones similares de forma continua. La normativa de gestión de residuos, por poner un ejemplo, se diseña a nivel europeo, se aprueba por el Estado central, se aplica a nivel autonómico o local. En teoría todo tiene lógica: la protección del medio ambiente debería ser global, la gestión ha de hacerse donde se crea el problema. En la práctica, para una compañía que genere o gestione residuos en todo el territorio español, los requisitos documentales (permisos, trámites, justificantes) se complican infinitamente. Como me reconoció un día un alto representante de una Comunidad Autónoma, es más fácil transportar un residuo desde Galicia a Brasil que a Murcia.
Ejemplos como estos se podrían multiplicar hasta el infinito, y supongo que cada lector de estas líneas puede aportar el suyo: tratamientos médicos, convalidaciones educativas, trámites para cualquier permiso.
Uno podría suponer que la división en Comunidades Autónomas iba a acercar los procesos de gestión y decisión a los ciudadanos, pero no es eso lo que ha ocurrido. También podría pensarse que íbamos a adaptar las normativas a las características de cada territorio, pero ninguno de los ejemplos que he detallado tienen nada que ver con esto. Es sólo el capricho o la buena intención de cada Consejero o Jefe de Negociado los que han creado normativas diferentes, interpretaciones propias. Todo el mundo es consciente de que el sistema no funciona, que son necesarios procesos de coordinación o clarificación, pero cada uno es celoso de su competencia, temeroso de las intenciones de los otros niveles de decisión, y la conclusión es que cada organismo oficial compite por hacerle la vida más complicada al ciudadano.
¿Cómo hemos llegado aquí?
Lo confieso: yo pertenezco a la generación que creó este sistema, y me considero en parte responsable de él. No voy a echarle la culpa a nadie. No he tenido responsabilidades políticas, pero con mi voto y mi asentimiento he ayudado a crear el Estado de las Autonomías.
Me parecía, como a otros muchos, la mejor manera de solventar muchos de los problemas de los años de salida de la Dictadura. Dar respuesta a la evidente diversidad del país, contentar las ansias autonómicas de diversos territorios, evitar privilegios para una parte de los ciudadanos, eliminar las viejas élites gobernantes y los caciques enquistados. Nunca nadie se hizo muchas ilusiones de que fuera un sistema perfecto, y de hecho ya hace unos años comenté aquí una de las consecuencias más absurdas: la existencia de la Comunidad Autónoma de Madrid.
Pero lo que era un parche, que continuaba existiendo a falta de una alternativa mejor, se ha convertido en una carga inaguantable. No sirve para contentar a las nacionalidades con mayor voluntad de autogobierno, como estamos comprobando todos estos días en Cataluña. No acerca la Administración al ciudadano. Pone barreras artificiales a la utilización de los servicios públicos. Favorece a los poderosos que quieren presionar a administraciones más débiles. Multiplica el número de funcionarios, sin que mejore el servicio. Nos sale carísimo, en un momento de fuerte crisis económica.
¿Y cuál es la solución? Pues debo confesar que no lo sé. Se me ocurren muchas, como a cualquiera en la barra del bar o un foro de Internet, pero tampoco voy a ser tan orgulloso como para creer que las mías iban a funcionar mejor que ninguna otra.
Tengo claro que la secesión no es una solución. No lo ha sido ni siquiera para los casos que todo el mundo veía claro, como el de Sudán del Sur, sobre el que fui uno de los poquísimos en mostrar públicamente mi escepticismo antes de la espiral de violencia en que se ha sumido el país, e incluso he manifestado mi posición contraria, frente a casi todos en España y en la izquierda, a la independencia del Sáhara Occidental. Al fin y al cabo este proceso lo único que va a servir es para incrementar el nacionalismo español, en su versión castellano-madrileña, de la misma forma que el referéndum escocés ha reforzado el nacionalismo inglés, y para reforzar a las mismas élites corruptas en ambos lados de la batalla.
Tampoco me parece que el incremento del centralismo, en su versión más clásica, «todo se decide en Madrid», fuera a mejorar la mayoría de los problemas. No va a ser sacando banderas cada vez más grandes como se van a solucionar los problemas sociales y de funcionamiento de la Administración.
Pero sí tengo claro que lo primero necesario es claridad y coordinación. Normas y procedimientos sencillos, con responsables bien definidos, con órganos de colaboración. Que esté clara la competencia en cada nivel. Si una competencia es del Estado Español, sobran embajadas autonómicas (y no me refiero sólo a las catalanas). Si es autonómica, sobra el Ministerio correspondiente. Basta una Secretaría de Estado, que deje claro que no compite con las Consejerías, pero que pudiera ayudar a coordinar los procedimientos comunes. Con oficinas únicas que dirijan los procedimientos adonde correspondan, sin que el ciudadano deba volverse loco intentando adivinar la instancia pertinente (en una visita reciente a una capital me encontré las sedes de la subdelegación del gobierno central, la delegación del gobierno autonómico, la diputación provincial y el ayuntamiento en un radio de unos 500 metros; el responsable de una de ellas me comentó que se pasan el tiempo reuniéndose para ver a quién corresponde cada competencia, y eso lo puedo entender porque ocurre en cualquier organización compleja, pero es inadmisible que esa situación la sufra el ciudadano que paga el sueldo de todos ellos)
Bueno para los ricos
He dejado para el final el efecto más perverso de este proceso de competición y descoordinación: que beneficia a los poderosos. Estos días lo hemos comprobado, a pesar de que la prensa (con su creciente servilismo ante los potentados) apenas ha hablado de ello: los impuestos por la herencia de Emilio Botín van a ser ridículos, entre otras razones por la pelea a la baja que desde hace unos años se ha entablado entre las Comunidades Autónomas para atraer los impuestos de los ricos, o para regalarles exenciones. Como consecuencia, en la práctica casi han desaparecido los impuestos de Sucesiones y de Patrimonio, al menos para las grandes fortunas. Si se suman los esfuerzos de las Comunidades Forales para reducir los impuestos sobre los beneficios empresariales, la conclusión es que el sistema autonómico es una de las fuerzas principales para que los presupuestos públicos se basen en la actualidad casi exclusivamente en el trabajo y el consumo personales.
Aprovecho este ejemplo para dejar claro que mi queja no se queda en el nivel estatal. Exactamente el mismo problema de competición y falta de coordinación es aplicable a la Unión Europea. La libertad de comercio es absoluta, pero los impuestos se pagan donde uno quiere, es decir, no se pagan. Parece mentira, pero existe un procedimiento llamado «doble irlandés con sándwich holandés», que incluso dispone de un artículo en alguna wikipedia (no en la española, aquí nadie parece ser consciente de él), por el que las compañías se quedan con miles de millones de beneficios sin pagar ni un céntimo en impuestos.
También a nivel supranacional, la existencia de barreras para la acción de los Estados y los ciudadanos, pero no para las grandes empresas, empieza a hacerse inaguantable. Las estratagemas para evitar regulaciones y para no pagar impuestos se están revelando cada vez con mayor descaro. Ya no sólo son las corporaciones de comercio electrónico: hasta quien trabaja con tiendas físicas se las arregla para deslocalizar su sede para pagar menos impuestos. Y que sigan existiendo paraísos fiscales, años después de los teóricos compromisos para acabar con ellos, demuestra que los poderosos siempre se salen con la suya. Al final, los políticos y economistas, obsesionados con las grandes magnitudes nacionales, no son capaces de salir de esa dinámica (o directamente no lo desean).
Yo estoy en contra de las fronteras, por eso aprendí esperanto y formo parte de organizaciones anacionalistas (no internacionalistas, voy incluso más allá). Espero que desaparezcan las barreras dentro de la Unión Europea, y confío en que esto sea sólo un paso para que vayan difuminándose las fronteras también en otras regiones. Que hayamos creado más fronteras dentro de las que había, me parece ahora un error.
Y también lo han comprobado en su primer contacto con la Administración los jóvenes que van a gobernar la sociedad de pasado-mañana. Ya sospechaban que el Sistema político actual no funciona en general. Ahora han comprobado de forma práctica que la organización territorial es otro de los aspectos que hay que cambiar. No sólo desde el nacionalismo.