Siempre me pareció un procedimiento perezoso el que habitualmente utiliza(ba) Mario Vargas Llosa en sus artículos de prensa: tomar el último libro o texto leído, resumirlo y añadir un par de opiniones. Pero como acabo de pasar un par de semanas de vacaciones, voy a sucumbir a esa tentación y emplear en mis próximos artículos el mismo método: voy a hacer unos comentarios sobre alguno de los libros leídos. Prometo no abusar demasiado, pero quizás algunos de los comentarios (ni siquiera críticas) pueden resultar interesantes en algún caso.
Dos comentarios en concreto quiero hacer sobre “El baile de Natacha”, de Orlando Figes, un análisis clásico de la historia cultural de Rusia durante los últimos siglos, que sólo ahora he tenido ocasión de leer en su versión original (cumpliendo mi promesa, tantas otras veces rota, de no leer obras especializadas en traducciones). Confieso que el reciente escándalo en el que el autor (o su esposa, en este caso no importa mucho el detalle) se vio expuesto, al ser descubierto haciendo críticas anónimas maliciosas sobre libros de colegas competidores, estuvo a punto de echarme para atrás, pero he preferido no verme influido por una cuestión personal, incluso si puede resultar reveladora.
Como decía, no quiero hacer una crítica sistemática, porque me faltan conocimientos para ello, y porque me interesaría más conocer el punto de vista de algún ruso (para lo que he pedido ayuda en un texto paralelo en esperanto), pero sí hay dos observaciones que quería compartir, una de las cuales al menos quizás sea algo original.
LA CULTURA ES POLÍTICA
Esa al menos es la conclusión que se puede sacar del libro. Aunque según el (sub)título la obra trata de cultura y arte, en realidad su tema es la política y las ideas. No lo apunto como crítica, sino al contrario. El libro muestra cómo la cultura no es una superestructura que cae del cielo, sino que se encarna en la sociedad en la que nace. Ese es uno de los puntos fuertes del libro, que explica claramente para personas como yo, que conocen gran parte de la cultura rusa desde un concepto y unas circunstancias lejanas, el fondo en el que las obras surgieron.
Incluso en la literatura, donde es más fácil percibir ese fondo, puede ocurrir, como a mí mismo me pasó hace no mucho, que uno lee “Almas muertas”, de Gogol, sin enterarse realmente de lo que pretendía el autor ni de lo que hay en la novela detrás de unas aventuras más bien superficiales. Más aún en música: mucho me gustan Glinka, o Chaikovski, o Prokofiev, y nada sabía sobre las razones de los estilos y estructuras que gobiernan sus obras. Sólo quedaba la pura forma.
En este contexto, en la relación entre cultura y política, el libro de Figes presenta dos partes muy diferenciadas: la época anterior a la Revolución y la posterior.
En la primera, el gran hilo conductor es la relación entre las grandes corrientes que gobiernan la cultura y las ideas de Rusia, y no sólo las tópicas europeísta y eslavista, sino todos los matices en su seno y entre ellas. Este me parece a mí el gran mérito de Figes, que no simplifica estos debates y enfrentamientos, sino que muestra los múltiples matices, flujos y complejidades del debate, tantas veces simplificado. No puedo juzgar la exactitud de su análisis (para eso haría fácil un especialista, o un ruso), pero no puedo por menos de hacer notar los paralelismos con algunos de los debates similares que se encuentran a veces en la historia cultural de España, entre europeístas y casticistas. Incluso el papel de las guerras napoleónicas en el desarrollo del debate, o en la propia política general fue similar en Rusia y en España (por ejemplo, pocos años separan el intento de golpe de los decembristas y la revolución de Riego, tan parecidos en muchos aspectos). También en esta península los intelectuales y literatos fueron en un momento dado a buscar el alma del país en los campesinos castellanos, para encontrarse al final que éstos apenas tenían nada que ver con sus ensoñaciones, ni entendían el objeto de su búsqueda (sobre la fascinación, incluso actual, de las capas medias urbanas por los aldeanos habría mucho que hablar, y quizás algún día lo haga con más detalle)
No quiero forzar demasiado las analogías, ya que seguramente ello se debe a alguna ley de la historia, o a un rasgo más general del desarrollo social en otros territorios de la periferia de Europa, pero no puedo por menos que mencionarlo. Y quizás mostrar que posiblemente estaban errados los eslavistas rusos (y los casticistas españoles), cuando se creen que su país es único y especial. Desgraciadamente, Figes no parece ser consciente de estas similaridades, y trata la polémica como un rasgo propio de la historia rusa.
El gran esfuerzo por matizar los debates y mostrar sus complejidades, desaparece en el libro, en mi opinión, cuando se llega al periodo de la Revolución Rusa. Me parece que aquí para el autor vale una sola regla: el artista es bueno sólo si o cuando choca con el Estado comunista. Si en el periodo anterior la cultura es política, en el sentido de que sigue las ideas y la evolución social del periodo, ahora la relación con la política pasa a ser en el sentido más directo: en lo que se relaciona con el poder. Aquí el autor toma partido, claro y evidente, occidental, sin matices. Hasta el arte revolucionario sólo vale si en un momento posterior es atacado por el poder, no por sus intenciones, méritos y resultados.
Es una pena, porque me da la impresión que éste es el canon que va a triunfar sobre el arte y la cultura rusas, al menos fuera de ese país. Como una confirmación de que la historia la escriben los vencedores.
¿ES QUE NO HUBO CIENCIA EN RUSIA?
El segundo punto que quería comentar sobre el libro es un tema que ya he tratado en otras ocasiones en este blog y en otros lugares: ¿es que la ciencia no es cultura?
Es asombroso que en un libro subtitulado “Una historia cultural de Rusia” apenas se trata la ciencia en ese país. ¿Es que no se hacía ciencia en Rusia en ese periodo? ¿O quizás el autor considera que la ciencia no es una parte de la cultura? Seguramente esto último es la explicación: 50 años después de la famosa conferencia de C.P. Snow, los historiadores culturales siguen considerando la ciencia como algo aparte. Y es una pena.
En algún momento del libro de Figes se trata alguna ciencia social: historiografía, geografía, antropología, crítica literaria. Cuando se encuentra alguna relación con las ciencias sociales, el biología o la geología pueden aparecer brevemente, pero las ciencias naturales brillan por su ausencia.
¿Cómo es posible que en un libro tan amplio no aparezca el nombre de Mendeleyev? En el índice hay dos referencias a Lomonosov, pero en una de ellas en su calidad de poeta. Los experimentos de Pavlov se mencionan para pasar a tratar sus consecuencias no estrictamente científicas. Kapitza y Sajarov se mencionan sólo de pasada, al tratar de una obra de ciencia-ficción. El rol de Lysenko y sus teorías son fundamentalmente malinterpretados por el autor.
Es más, la ciencia y la técnica aparecen en contextos negativos, como si el interés por ellas fuera contrario al verdadero desarrollo espiritual.
Y sin embargo, un estudio sobre el desarrollo de la ciencia y el papel de los científicos en Rusia pdrían decir mucho sobre el progreso cultural y social del país, y específicamente sobre la dialéctica entre europeísmo, eslavismo, aislamiento o apertura que atraviesan todo el libro.
¿Es por ignorancia, por desprecio, por prejuicios? En cualquier caso, hasta que los historiadores de la cultura no tengan en cuenta el desarrollo científico, sus obras, incluso las más meritorias, estarán siempre cojas.