Poco antes del verano, en un contexto profesional (del que no voy a dar más detalles), tuve ocasión de disfrutar de una conferencia sobre la regulación en el sector económico en el que trabajo, que acabó convirtiéndose en un alegato contra la necesidad de la intervención del Estado en la economía. El ponente, compañero profesional, demostró con argumentos económicos y amplias teorizaciones, que siempre que las autoridades introducen sus zarpas en una actividad, sufre el consumidor y se producen ineficiencias. Hay algo malévolo en los poderes estatales, no sólo en las consecuencias obtenidas, sino también en las intenciones.
No pasó mucho antes de que la persona que así hablaba, añadiera como argumento adicional que él conocía bien la situación porque hasta hacía poco tiempo había trabajado en la Administración, y concretamente en el organismo regulador. ¡Acabáramos! Ahora se entendía todo: la incongruencia en los argumentos, la vehemencia en la defensa de la desregulación, la generalización salvaje sobre los males del Estado. Otro alto funcionario liberal.
Y es que si uno lee o escucha un alegato claro en contra del Estado y a favor de la desregulación, la liberalización total de los mercados, la eliminación de barreras a la competencia y la desaparición de las normas laborales, existe una altísima probabilidad de que el defensor sea un empleado público. Casi nunca falla.
El mejor ejemplo lo constituye, sin duda, el actual gobierno. Todos ¡todos! los ministros son funcionarios de carrera o comenzaron su carrera en la Administración. El presidente, registrador de la propiedad; la vicepresidenta, abogada del Estado (junto con su marido y la camarilla que han formado, incluyendo el nuevo presidente de RTVE). El ministro de Economía, miembro del Cuerpo de Técnicos Comerciales y Economistas del Estado y el de Hacienda, catedrático de Universidad. El de Justicia, fiscal; el del Interior, inspector de trabajo; el ministro de Exteriores, inspector fiscal. Y así todos.
Ya pasaba lo mismo con anteriores gobiernos de «liberales». José María Aznar es funcionario, y Ana Botella, también. Hasta hace poco creía que tenía una excepción en el caso de la mayor defensora pública del liberalismo desde la política, la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, hasta que ella misma manifestó que su primer trabajo fue como funcionaria del Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo y que allí volvería cuando dejara la política.
No son los únicos, claro. La mayoría de personas que escriben en medios que se autodenominan liberales (y que en realidad no tienen nada que ver con el liberalismo clásico español: he escrito la palabra hasta ahora entre comillas o en cursiva porque, como ya dije en otra ocasión, me niego a que ellos monopolicen el nombre liberal) o que pontifican desde las tertulias de las radios conservadoras, son catedráticos universitarios o han pasado por organismos reguladores.
Todos ellos han cumplido obedientemente el consejo de todas las madres de clase media-alta: hijo, aprueba una oposición, y luego ya podrás dedicarte a la política, o a dirigir una empresa, o a ambas cosas sucesiva o simultáneamente. Todos tienen una red de seguridad, que les permite no dudar en acabar con la protección de los demás. Todos han acumulado el suficiente resentimiento hacia los funcionarios de menor nivel, como para despotricar continuamente contra los empleados públicos y sus supuestos privilegios.
Las personas que trabajan (que trabajamos) en el sector privado, tanto empresarios como empleados, pueden quejarse muy a menudo, y con razón, sobre muchas regulaciones concretas, y pueden criticar la ineficiencias o las arbitrariedades de las administraciones o los trabajadores públicos, pero saben perfectamente, por experiencia propia, que una completa falta de normas en las que operar perjudica su actividad, porque crea incertidumbre, lo cual perjudica la planificación y la inversión. Además, saben que en el mundo real existen relaciones de poder y desigualdades, y que sin la existencia de mecanismos de vigilancia, imperan la ley de la selva y el abuso del poderoso.
Sólo alguien que no conozca la economía real, y que se guíe por modelos teóricos y por especulaciones, puede ser tan tajante en la defensa de los modelos neoliberales. No conocen el mundo real. O bien lo conocen y son unos hipócritas.
Ahora que lo pienso, son como los curas hablando de sexo. Y pueden hacer el mismo daño.