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Esto va a acabar en un golpe monárquico… otra vez

Quizás sea un simple ataque de pesimismo, o el efecto de alguna lectura reciente, pero cada vez tengo más la impresión, dada la situación española actual y los precedentes históricos, que esto va a acabar en un golpe monárquico.

Ya sé que la historia no siempre se repite, y que, como dijo el viejo Marx, cuando lo hace es en forma de farsa, pero existen tantos paralelismos con el ambiente y los acontecimientos de hace 90 años, que no sería de extrañar que acabáramos de forma parecida, y, dado el nivel de antipoliticismo que nos invade, que encima a muchos no les parecería mal.

Hace unos diez años, el economista Gabriel Tortella escribía un artículo en El País, en el que sugería cómo debía ser el socialismo español en el siglo XXI. Sus recetas eran tan similares al programa de los liberales de comienzos del siglo XX, que escribí un texto que reproduzco y del que me siento todavía casi orgulloso:

Con su artículo “El socialismo en el siglo XXI” el sr. Tortella pretende que el PSOE asuma sin máscaras el papel del Partido Liberal español en el comienzo de la monarquía alfonsina. Todas sus propuestas para lo que debe ser el socialismo en este comienzo de siglo XXI son exactamente las que firmaría un liberal hace 90 años, con el añadido, modernidad obliga, de un ligero toque ecologista. No está mal, porque así se confirmaría así que vivimos en una Segunda Restauración, prácticamente idéntica a la Primera. Tenemos dos partidos dinásticos, apenas distinguibles salvo por su relación con algunas libertades cívicas y su mayor y menos identificación con las consignas de la Iglesia, pero equivalentes en sus propuestas económicas y que se turnan pacífica y periódicamente en el poder. A su lado, una coalición de izquierdistas que apenas se caracterizan más que por su republicanismo histórico, a menudo peleados entre sí y casi siempre inoperantes. Tenemos también una nueva Lliga, dudando entre sus reivindicaciones autonomistas y la coalición con sus intereses económicos, y una emergente Esquerra. Por el norte, además de los bizcaitarras, siguen dando guerra los carlistas, aunque ahora se llamen abertzales. Incluso tenemos una especie de  anarquistas, o al menos algo que produce el mismo pánico a todos los sectores sociales, los terroristas islámicos, con sus magnicidios incluidos. Sólo nos faltaría, para que el panorama fuera más ajustado, que unos tipógrafos (o quizás sus equivalentes actuales, unos informáticos) funden un verdadero Partido Obrero.

Decía que estaba orgulloso, no tanto por la originalidad (basta teclear Segunda Restauración en un buscador para darse cuenta de que muchos articulistas han observado paralelismos similares), sino porque en el tiempo transcurrido ha demostrado que los rasgos comunes se han incrementado. No me atrevo a asegurar que el recientemente fundado Partido Pirata vaya a ocupar en el futuro un papel similar al de los obreristas de entonces como representación de las capas asalariadas, modestas, pero relativamente preparadas desde el punto de vista intelectual. Sigo con curiosidad la evolución en otros países y quizás en España se termine dando algo parecido, aunque por el momento no tengo claro si se consolidará y en qué sentido. También apunto de pasada los muchos paralelismos de movimientos como el 15-M con los libertarios de entonces, con su asambleísmo, sus grupos de afinidad y, también, por qué no, su afición a temas marginales.

Sin embargo, más significativos me parecen otros desarrollos producidos en los últimos años o incluso meses, que son paralelos a los que tuvieron llegar a lo largo de la segunda década del siglo XX.

El más destacado y preocupante lo constituye el descrédito brutal de los políticos y las clases dirigentes. Los políticos de finales de ese periodo histórico sufrieron la crítica completa de los intelectuales, de la llamada opinión pública, de las masas conscientes, de forma que hacia 1920 se encontraban completamente desprestigiados. Se sucedían los llamamientos a cirujanos de hierro, o a dirigentes no políticos. Toda una campaña de regeneracionismo parecía comenzar en el desprecio de los políticos.

La situación actual es demasiado parecida como para que no llame la atención. También se ha producido en los últimos pocos años un crecimiento frenético del antipoliticismo. Es un resultado quizás merecido, pero me temo que exagerado si se reflexiona que no hace distinciones, y que no toca en la misma medida a otros sectores que lo merecen incluso en mayor grado, como los dirigentes empresariales o financieros.

La primera consecuencia de esta tendencia es el previsible crecimiento de las soluciones nacionalistas o populistas. Las primeras, las tendencias a refugiarse en el patriotismo, ya las denuncié hace unos meses y sus riesgos me parecen aún más relevantes tras los recientes acontecimientos en Cataluña. En cuanto al populismo, tendremos en breve la oportunidad de comprobar si se consolidan con fenómenos como el de Mario Conde, que parecerían impensables, pero que ya no extrañarían a nadie tras ver casos como los de Sandokán en Córdoba o Ismael Álvarez en Ponferrada. El caso extremo es obviamente el triunfo de los neonazis en Grecia,  «el último eslabón de la antipolítica», en frase afortunada de Íñigo Sáenz de Ugarte.

Pero sin llegar a estos extremos, la consecuencia más moderada del antipoliticismo son los continuos llamamientos a soluciones tecnocráticas que se han hecho sumamente populares, aunque sean lanzadas por financieros o antiguos empleados públicos.

El último paralelismo que quería subrayar, y que para mí ha sido el más sorprendente, es el descrédito de la monarquía. Hace diez años nadie imaginaría que el rey iba a sufrir un desgaste similar al que tuvo en esos años su abuelo. Bundesarchiv Bild 102-09411, Primo de Rivera y Alfonso XIIIHasta los escándalos de faldas están siendo similares.

Este verano he tenido ocasión de leer la biografía que sobre el antiguo monarca produjo Gabriel Cardona, y la similitud en las personas y los acontecimientos es impresionante (y no intencionada, ya que el libro fue escrito cuando nadie podía imaginar la evolución reciente). No parece que éste actual sea un rey de espadas, como su abuelo, sino más bien de oros, así que si por el momento no hay un Expediente Picasso, no sería de extrañar que los problemas económicos asociados a la corrupción en la Casa Real condujeran a una solución similar a la de 1923. Con un poco de suerte, y dada la naturaleza de los problemas reales (en ambos sentidos de la palabra), esperemos que al menos esta vez el golpe sea con economistas y no con militares.

Es un triste consuelo, pero, ya digo, es que hoy estoy pesimista. Porque nadie aprende de la historia.

Altos funcionarios «liberales»

Poco antes del verano, en un contexto profesional (del que no voy a dar más detalles), tuve ocasión de disfrutar de una conferencia sobre la regulación en el sector económico en el que trabajo, que acabó convirtiéndose en un alegato contra la necesidad de la intervención del Estado en la economía. El ponente, compañero profesional, demostró con argumentos económicos y amplias teorizaciones, que siempre que las autoridades introducen sus zarpas en una actividad, sufre el consumidor y se producen ineficiencias. Hay algo malévolo en los poderes estatales, no sólo en las consecuencias obtenidas, sino también en las intenciones.

No pasó mucho antes de que la persona que así hablaba, añadiera como argumento adicional que él conocía bien la situación porque hasta hacía poco tiempo había trabajado en la Administración, y concretamente en el organismo regulador. ¡Acabáramos! Ahora se entendía todo: la incongruencia en los argumentos, la vehemencia en la defensa de la desregulación, la generalización salvaje sobre los males del Estado. Otro alto funcionario liberal.

Y es que si uno lee o escucha un alegato claro en contra del Estado y a favor de la desregulación, la liberalización total de los mercados, la eliminación de barreras a la competencia y la desaparición de las normas laborales, existe una altísima probabilidad de que el defensor sea un empleado público. Casi nunca falla.

El mejor ejemplo lo constituye, sin duda, el actual gobierno. Todos ¡todos!  los ministros son funcionarios de carrera o comenzaron su carrera en la Administración. El presidente, registrador de la propiedad; la vicepresidenta, abogada del Estado (junto con su marido y la camarilla que han formado, incluyendo el nuevo presidente de RTVE). El ministro de Economía, miembro del Cuerpo de Técnicos Comerciales y Economistas del Estado y el de Hacienda, catedrático de Universidad. El de Justicia, fiscal; el del Interior, inspector de trabajo; el ministro de Exteriores, inspector fiscal. Y así todos.

Ya pasaba lo mismo con anteriores gobiernos de «liberales». José María Aznar es funcionario, y Ana Botella, también. Hasta hace poco creía que tenía una excepción en el caso de la mayor defensora pública del liberalismo desde la política, la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, hasta que ella misma manifestó que su primer trabajo fue como funcionaria del Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo y que allí volvería cuando dejara la política.

No son los únicos, claro. La mayoría de personas que escriben en medios que se autodenominan liberales (y que en realidad no tienen nada que ver con el liberalismo clásico español: he escrito la palabra hasta ahora entre comillas o en cursiva porque, como ya dije en otra ocasión, me niego a que ellos monopolicen el nombre liberal) o que pontifican desde las tertulias de las radios conservadoras, son catedráticos universitarios o han pasado por organismos reguladores.

Todos ellos han cumplido obedientemente el consejo de todas las madres de clase media-alta: hijo, aprueba una oposición, y luego ya podrás dedicarte a la política, o a dirigir una empresa, o a ambas cosas sucesiva o simultáneamente. Todos tienen una red de seguridad, que les permite no dudar en acabar con la protección de los demás. Todos han acumulado el suficiente resentimiento hacia los funcionarios de menor nivel, como para despotricar continuamente contra los empleados públicos y sus supuestos privilegios.

Las personas que trabajan (que trabajamos) en el sector privado, tanto empresarios como empleados, pueden quejarse muy a menudo, y con razón, sobre muchas regulaciones concretas, y pueden criticar la ineficiencias o las arbitrariedades de las administraciones o los trabajadores públicos, pero saben perfectamente, por experiencia propia, que una completa falta de normas en las que operar perjudica su actividad, porque crea incertidumbre, lo cual perjudica la planificación y la inversión. Además, saben que en el mundo real existen relaciones de poder y desigualdades, y que sin la existencia de mecanismos de vigilancia, imperan la ley de la selva y el abuso del poderoso.

Sólo alguien que no conozca la economía real, y que se guíe por modelos teóricos y por especulaciones, puede ser tan tajante en la defensa de los modelos neoliberales. No conocen el mundo real. O bien lo conocen y son unos hipócritas.

Ahora que lo pienso, son como los curas hablando de sexo. Y pueden hacer el mismo daño.

Yo sí estoy por una Europa-Esperanto

Ya ha vuelto a aparecer la expresión. Europa-Esperanto, o Europa al estilo esperanto. Como si fuera algo negativo.

Esta vez ha sido ni más ni menos que el presidente de la Unión Europea, Herman Van Rompuy, que en un discurso ante la Universidad Católica de Lovaina dijo a comienzos de junio que

«Europa no necesita un nuevo fundamentalismo, que intente tragarse a los pueblos y las naciones en una Europa artificial, del tipo esperanto. Necesitamos aquí también un equilibrio, «unidad en la diversidad», esta vez con énfasis en la unidad.»

La afirmación contiene tantas incongruencias y falacias, empezando por una representación claramente falsa de lo que supone el esperanto, que no me resisto a comentarla, sobre todo porque ilustra de forma ejemplar los problemas que Europa enfrenta hoy en día. Van Rompuy en LovainaMás aún cuando la pronuncia Van Rompuy, uno de los principales culpables de la baja estimación que la idea europea tiene hoy entre los ciudadanos (hasta el punto de que hasta en España haya adquirido tanta popularidad la soflama de un impresentable como Nigel Farage, el ultraderechista presidente del partido de los euroescépticos británicos)

El texto completo puede leerse en este enlace, perteneciente a la web del Consejo Europeo. Advierto para empezar que la intervención del presidente europeo aparece sólo en inglés, ni siquiera en neerlandés, idioma tanto del propio conferenciante como de la universidad (que hace unos años se separó de la universidad francesa como consecuencia de una pelea lingüística, pero que ahora parece entregada a un tercer idioma), ni en ningún otra lengua oficial de la Unión.

Esto no es una anécdota, es una muestra clara de la incongruencia que antes mencionaba. Se habla de que se necesita respeto a la diversidad, pero un idioma nacional domina la vida europea, al igual que un pensamiento único gobierna la política económica y una camarilla de políticos, o bien no electos o sólo designados por una parte de los ciudadanos, imponen todas las decisiones.

Otro europeísmo

Siempre me he declarado europeísta. Así, abiertamente. Siempre me ha parecido que la Unión Europea constituía una iniciativa digna de admiración y de apoyo. La consideraba un proyecto que pretendía trascender los Estados-nación, que han sido la forma política predominante en estos últimos siglos en el continente, y que, aun siendo a su vez un avance frente a tribalismos y taifas, se convirtieron a su vez en nuevas tribus y causaron tantos daños. Incluso cuando se trató de algo tan trivial como elegir un dominio para esta web y este blog, elegí el sufijo .eu, como muestra de ese compromiso europeo.

A nadie se le escapa, no obstante, que declararse europeísta estos días se ha convertido en un acto casi de desafío. El prestigio de la Unión Europea anda por los suelos, por desgracia de forma merecida.

Ya antes me parecía arriesgada la costumbre de los políticos españoles y de otros países, de emplear las «exigencias» de la UE para aprobar leyes y disposiciones que concitaban la oposición de los ciudadanos, o para fijar precios elevados, con el argumento de su equivalencia en otras naciones (cosa que, obvio es decirlo, no ocurría cuando se trataba de igualar ingresos o derechos). Venía a suponer que la transición a niveles europeos ocasionaba una pérdida de la participación ciudadana, y de los mecanismos de control que toda democracia supone. Es decir, lo contrario de lo que la Unión debía representar, que de ningún modo se compensaba por la existencia de algunas pocas instancias representativas a nivel europeo.

Pero en las últimas semanas, el grado de pérdida de soberanía y capacidad de control o decisión por parte de los ciudadanos españoles y del resto de países europeos, ha disminuido de forma drástica, como consecuencia de la crisis y las medidas para (dicen) atajarla o mitigarla, sea mediante rescates, semirescates o simples medidas de austeridad. La Unión está sirviendo para, de forma antidemocrática, forzar unas medidas (y ahora no entro en si acertadas o no, aunque ya en otros lugares he manifestado que no me lo parecen), decididas por dirigentes sobre los que el grado de control del ciudadano es extremadamente reducido.

Creo que no se trata de algo coyuntural. Lo que ha ocurrido es que, como a menudo sucede en los accidentes de ingeniería, la crisis ha evidenciado un fallo de diseño. El mecanismo no ha sabido responder a las condiciones adversas, y va a haber que tomar medidas drásticas si queremos que la máquina funcione de nuevo.

Yo sí quiero que la máquina europea funcione. Y por tanto, me atrevo a proponer que cambiemos unos cuantos diseños. Lo más urgente, devolver la capacidad de decisión a los ciudadanos europeos. Asegurarse de que las medidas que se toman, relacionadas con política financiera, con impuestos, con regulación económica, la toman políticos elegidos por los europeos, y aplican de forma homogénea a todos, sin esconderse bajo el comodín de los «expertos» y sin prerrogativas para los habitantes de ninguno de los países involucrados.

Una Europa democrática

Habría que desarrollar más esta idea simple, y seguro que hay politólogos que saben más de esto que yo, pero permitidme que le dé la vuelta a la afirmación de Van Rompuy, y lo resuma en una sola expresión: necesitamos una Europa-Esperanto. Es decir, una Europa democrática, sin privilegios para habitantes de países poderosos ni para capas sociales que tienen los medios de influir en las decisiones tomadas en lugares alejados del resto de ciudadanos.

La expresión Europa-Esperanto, tal como yo la utilizo, me la entenderá bien cualquiera que haya seguido otros escritos míos, o conozca mis puntos de vista sobre el esperanto, expresados en esta web y en otros lugares. Pero reconozco que puede dar lugar a malentendidos para otros, porque puede interpretarse como una cuestión meramente lingüística, pero sobre todo porque existen ciertas confusiones sobre el papel que el esperanto puede jugar en la relación entre los pueblos.

De hecho, la aparición previa más conocida de esta expresión procede de un discurso del entonces canciller alemán Helmut Kohl, que dijo en 1995:

«no queremos una Europa-Esperanto, sino una Europa en la que cada uno retenga su propia identidad» («Wir wollen kein Esperanto-Europa, sondern ein Europa, in dem alle ihre Identität behalten»)

Lo paradójico es que esta frase la pronunció Kohl como respuesta a los miedos expresados por algunos ciudadanos de estados pequeños, de que los países más grandes impusiesen sus puntos de vista o sus intereses sobre los demás.

Pues bien, eso es lo que ha ocurrido, justamente porque los países han mantenido su identidad, porque las decisiones se toman en función de la fuerza relativa de cada uno de ellos, y sin tener en cuenta el interés global de los ciudadanos europeos. Simplificando, se ha llegado a un diseño en que su sucesora, la actual cancillera, puede imponer medidas sobre otros países, quizás para salvaguardar los intereses de sus propios bancos, y no tenga ningún contrapeso elegido democráticamente, a quien los demás podamos recurrir.

Algunos pretenden enfrentar a los habitantes de unos países con otros. Se ve en los intentos de algunos mediterráneos de culpar a los alemanes, así en general, o en las imágenes que tratan de convencer a los norteeuropeos sobre los vicios de los sureños. No hay que caer en esa trampa, igual que hay que evitar maniobras similares dentro de cada uno de nuestros países. Ya comenté en ocasiones anteriores que el nacionalismo, el refugiarse en el pequeño grupo de cada cual, es una tentación demasiado fácil en épocas de crisis económica.

En estos casos, la misma idea de Europa va a sufrir, si no lo evitamos los ciudadanos de a pie. Necesitamos una mejor Europa. Democrática, sin privilegios, para todos. Como el esperanto.

Democracia y etnismo

En los análisis sobre los acontecimientos democratizadores en el mundo árabe, hay un aspecto al que creo que se está dando demasiada poca importancia, y que a mí me parece crucial para entender ciertas dinámicas de resistencia poco consideradas en Occidente: el miedo a la opresión religiosa y a la limpieza étnica. El primero si es mencionado en ocasiones en conexión con el riesgo del islamismo, pero en general la posible opresión de las minorías es algo mucho menos analizado de lo que merece.

Y es que la democracia tiene un lado oscuro, para utilizar la expresión que da nombre al libro del sociólogo Michael Mann. Se trata de un libro controvertido, pero su interés es máximo, y además es muy oportuno. Trata sobre la limpieza étnica, y su tesis principal es que en determinadas circunstancias este fenómeno es una consecuencia natural de la democracia. Cuando se crea una sociedad civil, se pueden producir dinámicas en las que una parte mayoritaria de la población se enfrenta a una minoría definida, por ejemplo una etnia, a la que trata de asimilar, o, en casos extremos, eliminar. Puede ocurrir, por el contrario, y de forma contra-intuitiva, que las dictaduras sepan manejar mejor ese enfrentamiento étnico, evitando genocidios o limpiezas a gran escala.

Es, ya digo, un tema de plena actualidad, ahora que en ciertos países, por ejemplo los árabes, como ya ocurrió en el este europeo, se están dando fenómenos de democratización que van a permitir la participación de las masas, pero que han ocasionado o pueden ocasionar también enfrentamientos interétnicos, que hasta ahora estaban de alguna manera controlados, aun de forma imperfecta. Negros detenidos en LibiaPor ejemplo, lo vimos en los países salidos de la antigua Unión Soviética, y lo hemos visto estos años pasados en el caso de Irak, en donde la desaparición de un dictador dio paso a una dinámica de guerra sectaria, que ha llevado a las limpiezas étnicas dentro de determinadas zonas, y a la práctica pronta desaparición de comunidades tan tradicionales pero minoritarias como los cristianos. Se ha visto algo parecido las últimas semanas con el acoso a los coptos en Egipto o los asesinatos de negros y la persecución de los tuaregs en Libia.

Debo confesar que, como decía en mi artículo anterior, no he terminado de leer el libro, que he tenido que dejar tras el primer capítulo, cansado de una pésima traducción, que me impide enterarme de lo que el autor pretende comunicar, por lo que no puedo asegurar que reflejo bien el planteamiento y la tesis, y tampoco puedo juzgar si esas afirmaciones se demuestran convincentemente. Pero no me parece inverosímil, ya que otros estudiosos, como el fascinante Gellner, han hecho ver cómo el nacionalismo es un fenómeno moderno, derivado de la participación de las masas en el ámbito político, y cómo el estado-nación tiende a la homogeneización, bien integrando o expulsando minorías, bien creando nuevas sub-entidades donde las antiguas minorías repiten el fenómeno.

Aunque se han producido genocidios en dictaduras, el fenómeno de la limpieza étnica no es ajeno a la democracia, y parece que es más habitual en casos de sociedades que se libran de una dictadura, o en las que se produce cierto consenso democrático en al menos una parte de la población.

En este sentido, me parece que el caso de Siria puede dar lugar a problemas similares a los antes mencionados, y creo que el estudio de tesis que hacen ver los inconvenientes de fenómenos de transición democráticos puede ser útil. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que me oponga a una evolución hacia mayores cotas de participación ciudadana en estos países, especialmente cuando están podridos por la corrupción y los abusos, sino que quiero hacer reflexionar sobre el discurso simplificador de que todo intento democratizador es positivo sin más (además de que no me creo la retórica de los gobiernos occidentales, pero esto es otro debate en el que no voy a entrar ahora). Creo que muchos opinadores sobre los sucesos de Siria no tienen en cuenta el miedo de las minorías (alauíes, cristianos, drusos o curdos) hacia una opresión por parte de las mayorías, algo muy habitual en procesos de consolidación de un estado-nación.

No es extraño que en ciertas etapas de formación de los estados, un gobierno autoritario, gestionado por parte de una minoría, sea más estable y menos violento, incluso si es más injusto. En ese sentido, un proceso democratizador debe asegurar mecanismos de protección, al menos de forma transitoria. En fin, que las razones democratizadoras que se muestran en el Occidente para apoyar la llamada primavera árabe, parecen más una simplificación, o una mera excusa, que algo pensado en profundidad.

Un temor similar se me presenta en el caso de Sudán del Sur. Aquí de nuevo parece que soy completamente minoritario, si se considera la práctica unanimidad de la opinión pública en la alegría por la creación de un nuevo país, que divide a la población negra del sur de los árabes del norte. A algunos les parecerá extraño que me preocupe una decisión que ha tomado el 99% de los habitantes de un territorio y ha aceptado la otra parte a quien afecta la decisión. No soy yo quien debe decidir la organización política de un país del que no sé casi nada. Pero quiero hacer notar que la secesión es a la vez un gran fracaso y una importante amenaza.

Fracaso, porque supone abandonar esfuerzos de creación de una sociedad laica e integradora. El propio fundador del partido hoy en el poder en Sud-Sudán, John Garang, fue un defensor de un Estado laico e integrador para todos los sudaneses, y su muerte y los acontecimientos posteriores han acabado con ese sueño. Ahora vamos a tener dos estados definidos por la raza y la religión, en vez de por un sentido cívico de pertenencia, y no creo que eso sea un buen resultado. Lógicamente, las minorías en ambas partes se van a ver presionadas aún más, porque lo que nunca consiguen estos acuerdos es crear estados monoétnicos. Sin embargo, al definirse por la etnia o la religión, adquieren una mayor legitimidad para homogeneizar o perseguir el resto de minorías. Lo vamos a ver, desgraciadamente, en ambos nuevos estados, que no son, ni mucho menos, monoétnicos, ni siquiera tras la división. [NOTA: Para quien quiera leer análisis más profundos sobre Sudán, Le Monde Diplomatique publicaba en febrero sendos artículos de Marc Lavergne y Gérard Prunier, que recomiendo; desgraciadamente las versiones en español no están en red (1, 2); yo las he leído en Esperanto (1, 2) pero también son accesibles en francés (1, 2) y en un caso en inglés (1)]

A la vez es una amenaza, porque, como ya ocurrió en el caso de la división entre la India y Pakistán, que yo considero que es la mayor tragedia que ha ocurrido en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, y cuyas desgraciadas y mortíferas consecuencias no hemos terminado de ver todavía, las secesiones rara vez eliminan o disminuyen los conflictos armados y las limpiezas étnicas. También allí, como ahora, quedaron fronteras sin ajustar. Lo mismo sucedió en un lugar mucho más cercano a los países ahora nacidos: la división entre Etiopía y Eritrea, que ya mencioné cuando hablé de mi oposición (tan minoritaria también) a la secesión del Sáhara Occidental. La independencia de Eritrea no condujo ni a la paz, ni a la prosperidad, ni a la democracia. Lo mismo va a ocurrir ahora, desgraciadamente, en el caso de los dos Sudanes (y lamento ser agorero, pero me temo que el tiempo me va a dar la razón)

A veces tendemos a ver el etnismo como una supervivencia de tiempos bárbaros. Sin embargo, más bien suele ser un fenómeno moderno, propio de democracias o de procesos de consolidación estatal, en los que el grupalismo puede desempeñar un papel básico en la formación de la sociedad civil. Si fuéramos más conscientes de esta característica, quizás podríamos desarrollar mejores tácticas para prevenir genocidios y limpiezas étnicas, en vez de fiarnos de análisis que yerran en sus causas.

Versión en esperanto

El erróneo refugio del patriotismo

Hace un par de meses ya manifesté aquí mis temores que la respuesta de algunas capas sociales a la crisis podría ser el incremento del nacionalismo (o el patriotismo, que para mí son términos sinónimos). Pues bien, este pronóstico se ha visto parcialmente confirmado en las elecciones regionales y municipales del domingo pasado en España. Y sigo creyendo que es un error.

En épocas de crisis, cuando los débiles se encuentran a merced de las acometidas de los poderosos, o de fuerzas sociales que no saben dominar, es normal que abandonen el individualismo más corriente en momentos más desahogados, y que busquen una línea de defensa común. Desgraciadamente, la experiencia de otros tiempos históricos o de otros lugares, indica que no es descartable que la defensa común se organice no de forma universal(ista), sino refugiándose en grupos más o menos artificiales, definidos por criterios territoriales o étnicos. El patriotismo se convierte en un refugio, y la rabia o la línea de acción se dirigen no contra el sistema general, o contra los abusos de personas o grupos económicos concretos, sino contra un enemigo externo, aunque sea otro grupo de víctimas.

Es una tendencia que, como ya dije en esa otra ocasión, se está viendo en Europa, con el auge de movimientos ultraderechistas o xenófobos. Entonces me centré más en la posible vuelta del antisemitismo, pero quiero aclarar que no es ésta la manifestación más peligrosa. Es más, lo importante no suele ser el objeto del odio, sino, sobre todo, el hecho mismo de que haya alguien a quien odiar. Los odios se pueden cambiar sin problemas.

En España

Hasta el momento no se estaban viendo en España grandes manifestaciones de esta tendencia, pero los que vivimos en entornos populares sabemos que el movimiento de fondo estaba creciendo, aunque no tuviera reflejo en la política general o en los medios de comunicación, que suelen reflejar más los puntos de vista de las clases medias.

Es más, una de las virtudes del movimiento juvenil que se ha manifestado en los últimos días, bajo el lema de «Democracia Real Ya», es, a mi entender, que puede canalizar el movimiento de protesta de forma más atinada, hacia el sistema general, en vez de hacia los grupos externos, que sufren igual el impacto de las malas prácticas económicas. Lo escribí hace unos días, cuando este movimiento comenzó a ganar fuerza, en un texto anterior cuyo enlace incluyo aquí, aunque está escrito sólo en esperanto (no me pareció muy necesario escribir sobre este asunto en castellano, ya que sobran análisis de personas más competentes que yo, pero sí quise escribir algo para quien me lee fuera de nuestras fronteras)

Sin embargo, ese esfuerzo meritorio no ha sido suficiente: como se puede ver en los resultados, los patriotas crecen. Los xenófobos llegan a los ayuntamientos de las zonas obreras de Cataluña, los abertzales triunfan en el País Vasco, los populistas locales sorprenden en Asturias o Córdoba, los neoespañolistas de UPyD se consolidan en Madrid y otros lugares. Incluso en el caso del Partido Popular, cuanto más extremista el candidato, más apoyo recibe.

¿Cómo cambiar esa dinámica? Yo creo que fortaleciendo el Estado frente a las empresas y los individuos (sobre todo los poderosos). Cuando los expertos y los mercados piden lo contrario, es bueno recordar que una consecuencia de la ruptura de la cohesión social es el refugio en los grupos más pequeños, y en la lucha de todos contra todos. Los poderosos pueden permitirse el lujo de aplicar medidas individuales a sus problemas. Pero los débiles necesitan cohesión, leyes, convenios, tejido social. Si se desmantela en un lugar, lo buscarán en otro, no precisamente mejor.

Es una lección que la izquierda debería recordar, porque cuando la olvida y se concentra sólo en la retórica y en las acciones simbólicas pero vacías, deja de representar a los más débiles y recibe un batacazo como el de estos días. Y la derecha se frota las manos, porque consigue aglutinar bajo una bandera a los culpables y las víctimas. Éstas no solucionan sus problemas, pero se sienten más apoyadas. Un error quizás comprensible en algunos sectores sociales, pero un error al fin y al cabo. Y a veces la antesala de un crimen.

Educación obrera y cultura alternativa

Mañana, viernes 8 de abril, se abre una sección de esperanto en la librería anarquista «La Malatesta» de Madrid, en colaboración con la Asociación Izquierda y Esperanto SATeH. Con tal motivo tendremos una charla sobre «Esperanto, movimiento obrero y anarquismo», a partir de las 7,30.

Aprovechando la ocasión, he dado los últimos retoques a la versión en castellano de un artículo que publiqué el año pasado en un libro colectivo en esperanto, y que trataba sobre las razones y circunstancias por las que los obreros aprendían esperanto en la España de comienzos del siglo pasado. Su título: «Entre educación obrera y alternativa cultural». Dado que es un poco largo, también hay una versión en pdf, por si resulta más cómodo de esta forma.

Pronto vendrán también la versión original en esperanto, y también una traducción al catalán. Pero sirva esto como aperitivo para el acto de mañana, por si estás en Madrid y te apetece venir.

¿Vuelve el antisemitismo?

NOTA: El siguiente texto es una versión de un artículo escrito originalmente en esperanto, y que apareció en el número de enero-febrero de la revista «Sennaciulo», órgano de la Asociación Mundial Anacional (SAT), en un dosier sobre «Tolerancia hasta qué grado». El original puede leerse aquí.

Siempre me han indignado las declaraciones de algunas autoridades (y ciudadanos) israelíes, que justifican las acciones racistas de su gobierno acusando de antisemitas a los que simplemente son antisionistas. Es claro que no se debe confundir antisionismo y antijudaísmo, y de hecho yo reivindico el derecho a declararse contra la existencia de un Estado Judío, y a la vez defender los derechos de los individuos judíos dondequiera que se encuentren. Pero últimamente observo un fenómeno preocupante, que la situación económica puede exacerbar: el aumento del antisemitismo.

Un observador ingenuo podría pensar que una crisis del capitalismo, causada por fenómenos de codicia y concentración que ya Marx describía en el Manifiesto Comunista hace más de 150 años, iba a producir una rebelión mundial contra un sistema podrido. Sin embargo, es muy posible, si la izquierda no se moviliza adecuadamente y deja de hacerle el juego a los poderosos, que el resultado sea similar al que ya se vio en los años 30 en circunstancias similares: la sustitución de la perspectiva de clase por la visión étnica, el refugio en las identidades grupales y la culpabilización de las minorías nacionales.

Lo estamos viendo ya en las manifestaciones contra inmigrantes, en el aumento de la xenofobia, en la focalización en materias nacionales en las elecciones, o en la perspectiva puramente nacional en las salidas a las especulaciones financieras. A los que nos interesa la historia, los paralelismos con los años 30 no pueden dejar de espantarnos (resulta tan evidente que cuando ya había escrito este texto, me lo comentaba mi  hija, que está estudiando este periodo ahora en la enseñanza media)

Antisemitismo sin judíos

Incluso estoy empezando a ver el incremento de un fenómeno típico de la anterior gran crisis que creí que esta vez no se iba a producir, el antisemitismo. Al fin y al cabo, antes era fácil ver una minoría en las cercanías. Ahora, tras la creación del Estado de Israel y la masiva emigración de judíos a esas tierras, la gran mayoría de ciudadanos de Europa y América apenas tienen ocasión de relacionarse personalmente con un individuo identificable como hebreo.

No obstante, el judío como abstracción parece que sigue estando disponible. No quiero centrarme en escándalos recientes, quizás algo sobrevalorados. Pero lo he vivido en algunos comentarios de personas cercanas, inteligentes, para los que las múltiples teorías de la conspiración judía siguen siendo razonables. Incluso entre ciertos medios de la izquierda, la solidaridad con la causa palestina se ha aliado con las teorías conspiranoicas para hacer aceptable un salto adicional: la culpabilización de los hebreos como tales, no sólo de un Estado especial.

Quien se va a beneficiar de ello, sin embargo, es la extrema derecha. Lo voy a ilustrar con un ejemplo real de Estados Unidos, donde la rabia contra la situación económica ha sido capitalizada por un movimiento populista, el “Tea Party”, que prefiere echar la culpa a las minorías y los extranjeros. Hace unos días, uno de los gurús del movimiento, el presentador Glenn Beck, desarrolló una serie de ataques contra una sola persona, a quien acusó de estar detrás de todos los problemas del país, como “maestro de marionetas”: George Soros. Soros es bien conocido, y a él he dedicado algunos textos en esta web. Hay que reconocer que es un blanco fácil para este tipo de populismos: rico, especulador, extranjero, universalista, liberal… y judío.

Así que el ataque contra él puede recurrir a todo tipo de culpabilizaciones, sin necesidad siquiera de que esta última circunstancia aparezca de forma explícita, aunque de alguna manera se sobreentienda. Beck incluso pudo recurrir al hecho de que el padre de Soros hablaba esperanto (aunque él en su ignorancia designó a este idioma como “esperanza”) para transmitir la idea de un complot universalista (es decir, extranjero) contra los buenos patriotas norteamericanos.

George SorosNo soy yo quien va a defender a Soros (como diría Jon Stewart “please don’t make it so awful that I feel the need to defend a vaguely creepy hedge fund billionaire like George Soros”), pero su uso como chivo expiatorio es claramente una táctica para divertir la culpabilidad de un sistema podrido, y de personas mucho más poderosas, menos visibles. Es decir, lo que ya se hizo en los años 30 con los judíos.

En Beck y en otros miembros de la extrema derecha estadounidense se da una curiosa circunstancia, que creo que también se está empezando a dar en otros países: el antisemitismo y el pro-sionismo. Es decir, se puede apoyar al Estado de Israel, como punta de lanza de los valores “occidentales” en Próximo Oriente, y como ayuda en la lucha contra los árabes, además de como lugar para desembarazarse de los judíos propios, mientras a la vez se combate a los judíos como abstracción. Si además ello sirve para favorecer algunas ideas milenaristas, que ven la concentración de judíos en Tierra Santa como un paso para la conversión general y el Juicio Final, como no es extraño en ciertos medios evangélicos de Estados Unidos, mucho mejor. En ese sentido, Soros es de nuevo el blanco perfecto, como judío y antisionista.

Sionismo y judaísmo

Creo, como decía al comienzo, que es posible ser antisionista, sin que ello signifique ninguna animosidad a los judíos. Es más, opino que Israel es la mayor desgracia que le ha ocurrido a la cultura judía. Si ésta se caracterizaba por su variedad, por su combinación entre una aspiración universal y su interacción con las culturas locales entre las que vivía, la homogeneización a la que siempre tienden los estados ha acabado con estos rasgos únicos. Buena muestra es que prácticamente han muerto todos los lenguajes judíos (yidis, sefardí y tantos otros), a favor de uno recreado, el neohebreo. Not the enemy, de Rachel ShabiComo ha contado la periodista Rachel Shabi en un reciente libro, “Not the enemy”, la presión de la élite de origen europeo en Israel está causando que poco a poco desaparezca todo lo relacionado con la cultura de los judíos procedentes de países de mayoría islámica, los que en ocasiones se llaman sefardíes en un sentido amplio, aunque la mayoría no procedan de la Península Ibérica ni hablen judeoespañol, y por tanto es más exacto el nombre de mizrahis o mizrají. Es este un tema del que apenas se sabe nada en España, a pesar de la histórica relación con los sefardíes (etimológicamente, los ibéricos), ni siquiera entre los más apasionados seguidores del conflicto en Palestina.

Ya hace algún tiempo, hablando sobre el Holocausto y las memorias personales sobre este tema, hice notar la relativa escasez de libros en castellano sobre el mundo judío, en comparación con otras lenguas. No es de extrañar por tanto la frecuente ignorancia sobre aspectos básicos. En conversaciones sobre el Holocausto, me he encontrado a menudo que los españoles ignoramos la amplitud de la población judía en Europa y la variedad de su situación social. La existencia de una amplia área geográfica (en las actuales Polonia, Lituania, Bielorrusia o Ucrania) donde los judíos eran una minoría étnica más, mayoritaria en ciertas ciudades y regiones, con una identidad importante y un idioma común, es algo que los esperantistas sabemos casi como un dato evidente, porque constituye una parte básica del contexto histórico donde nació el esperanto y su iniciador, el doctor Zamenhof, pero es algo totalmente ignorado en los ámbitos intelectuales generales en España.

Esta confusión entre religión y nacionalidad judía, de todas formas, es algo suficientemente complicado, que daría para todo un artículo en sí mismo. En parte es una evolución histórica lógica, explicable dentro de las teorías del nacionalismo más clásicas, causada o aprovechada por los propios sionistas, que no han dudado en emplear una identidad previa para favorecer algo que no tenía por qué ser obvio: la creación de un estado uninacional en un territorio ajeno a la tradición más cercana de los judíos reales. Hay un libro enormemente interesante, y muy controvertido, “Cómo fue inventado el pueblo judío”, de Shlomo Sand, desgraciadamente de nuevo inaccesible en castellano, que explica muy bien el proceso, y que recomiendo a cualquiera que esté interesado en el tema (aquí puede leerse un resumen).

Las teorías clásicas del nacionalismo tenían un importante escollo: la existencia de los judíos en Europa. Cuando uno lee textos clásicos, por ejemplo de los autores marxistas de principios del siglo XX, como Stalin, Rosa Luxemburgo o Kautsky, da la impresión de que éste era el aspecto que más dificultaba los debates. Es más, la discusión sobre qué era una etnia giraban a veces en torno a esta noción, hasta el punto de que siempre he sospechado que la insistencia de Stalin (que era el ideólogo de los bolcheviques sobre la cuestión nacional incluso antes de alcanzar el poder) en la necesidad de que existiera un territorio como elemento conformador de la nacionalidad se debía más a su conocido antisemitismo que a una profunda elaboración teórica, mientras que las posiciones de Rosa Luxemburgo no podían obviar su propia condición de judía.

El propio Zamenhof fue también muy consciente del problema judío, y en su primera juventud fue incluso un defensor de la nacionalidad judía y un pionero del sionismo, incluso antes de Herzl. Pronto vio que no era ésa la solución, que un hogar judío en Palestina causaría inevitablemente enfrentamientos con la población local, y prefirió una vía muy distinta: el universalismo y la batalla contra las animosidades étnicas, hasta el punto de crear un idioma neutral y de buscar algún tipo de religión humanista. Sus escritos son aún hoy un prodigio de clarividencia.

El sionismo ha sido el último triunfo resonante del nacionalismo estatalista. El que ha conseguido ligar una nacionalidad a un territorio, incluso cuando esa nacionalidad no disponía de ninguno, y el territorio ya estaba ocupado por otros. Algunos pensamos todavía que no tiene por qué ser así. Que es posible evitar el carácter nacional de los estados. Que el sionismo no tiene sentido, y a la vez alimenta el antisemitismo. Un peligro sobre el que, más que nunca, hay que estar siempre vigilante, y que no necesita apenas nada para volver a florecer.

Sin traducción en el Senado

Gran escándalo se ha producido por el uso de las lenguas cooficiales en el Senado. ¡Imperdonable despilfarro en épocas de crisis! El debate ha dividido a quienes están a favor de la visibilidad de las lenguas minoritarias, frente a quienes lo ven innecesario y caro.

No voy a entrar a fondo en algo ya tan debatido por otras personas. Pero me permito presentar un compromiso, a la vez original y razonable: que se usen todas las lenguas españolas pero no se traduzcan.

¿De verdad un senador no es capaz de entender el gallego o el catalán sin un traductor (el caso del vasco lo dejo para luego)? Una Cámara diseñada para representar la pluralidad de España debe mostrarla en su seno, pero es que también sus integrantes deberían ser conscientes y representantes de esta diversidad.

Además, creo que no es difícil. Se ha hecho casi habitual no traducir ni subtitular las declaraciones que se muestran en gallego en la televisión, y casi todos los hispanohablantes son capaces de entenderlas sin grandes dificultades. El caso del catalán no es muy diferente, y conozco a algún gallego que se ofende de que no se subtitule su lengua pero sí el catalán. En cualquier caso, incluso aunque no sea inmediato para todo el mundo, los senadores podrían hacer un esfuerzo, y además nos evitamos las polémicas sobre el caso del valenciano o el balear. Ojo: no estoy hablando de aprender a hablar o escribir la lengua, sino de entenderla. Es decir, sugiero un bilingüismo pasivo.

Si hace falta, creo que nadie se opondría a que se impartieran clases para los senadores nuevos al principio de la legislatura. Sólo en casos excepcionales podría recurrirse a los traductores, o incluso, dado que actualmente casi todos los discursos suelen ser leídos, a la entrega previa de una traducción escrita, lo cual por otra parte sería inevitable en la práctica en el caso del eusquera.

Ello evitaría la mayor parte de los gastos que tanto parecen importar en estos tiempos (aunque si se recurriera a la medida de los famileuros que proponía en un anterior artículo se observaría que estamos hablando de cantidades de unos familicéntimos, muy inferiores a lo que se gasta en otros proyectos mucho menos importantes). Además, el mismo método podría emplearse en el resto de encuentros informales, en comisiones, pasillos o cafeterías, que también se han mencionado en otras reacciones.

Pero sobre todo sentaría un importante ejemplo para otros encuentros que se plantean en la convivencia cotidiana en España. Seguramente ganaría la normalización si viéramos que nuestros representantes son capaces de hacerlo. La mayoría de españoles medianamente cultos podrían llegar fácilmente a alcanzar un nivel suficiente para niveles medios de comprensión.

Además, creo que este procedimiento se podría generalizar. No sólo al resto de ciudadanos, sino a otras lenguas.

Entender las lenguas romances

De hecho, a pesar de que he aprovechado esta circunstancia particular del debate en el Senado, se trata de una propuesta que me ronda desde hace algún tiempo, y al que ya hace tiempo tenía previsto dedicar algún artículo, tras diversos contactos con italianos y hablantes de portugués. Y es que con carácter general debería ser innecesario traducir entre la mayoría de las lenguas romances. Desde luego, más absurdo aún es emplear una lengua de relación perteneciente a una familia separada, como el inglés, algo que he experimentado y he visto hacer a menudo a turistas españoles en Italia.

En realidad, la mayoría de las lenguas romances se parecen lo suficiente como para que, con un pequeño entrenamiento, casi cualquier persona pueda entender a un hablante de otra de estas lenguas. Insisto: no digo hablar el idioma, lo cual es evidentemente más difícil, sino entenderlo. Es decir, practicar el bilingüismo pasivo al que hacía referencia anteriormente.

Sé que tampoco es inmediato, y por eso hablo de entrenamiento, aunque mejor tendría que decir educación. Los gobiernos de países latinos deberían promover la enseñanza del resto de lenguas de la misma familia. Podría incluso sustituirse las lecciones de latín de la enseñanza media, que no tienen ningún sentido tal como hoy en día se promueven, y sustituirlas o complementarlas con una asignatura de lenguas latinas, más amplia y más general. Esta asignatura, coordinada en los distintos países, podría ayudar a alcanzar ese conocimiento pasivo de algunos de los idiomas más cercanos. Soy consciente de que en el caso de los hispanoparlantes ello no es fácil para conocer el francés o el rumano, pero al menos podría alcanzarse un nivel medio, mientras que entender italiano, portugués, y, desde luego, catalán o gallego, no presentaría ninguna dificultad.

Sugiero además que los acuerdos sean multilaterales y regionales. No sería difícil que los gobiernos latinos europeos se pusieran de acuerdo. También en el caso de Latinoamérica, aunque quizás con algunos matices diferentes (por ejemplo, insistiendo más en el español y el portugués). Un acuerdo más general corre el riesgo de quedarse en simbólico, como ocurre en el caso de la casi inoperante Unión Latina.

Se podría incluso incluir al esperanto, que en muchos aspectos es casi una lengua romance. De todos modos, en este caso no hay problema, ya que aquí el idioma se puede aprender de forma activa con la misma facilidad. Pero eso da para otro texto 😉

A favor de los saharauis, contra su independencia

Si a menudo siento que mis opiniones sobre nacionalismos y patriotismos son minoritarias, estos días creo que he batido un récord: apostaría que soy casi el único español contrario a la independencia del Sáhara Occidental, partidario de la integración de Ceuta y Melilla en Marruecos, y a la vez totalmente contrario al actual régimen marroquí.

Los graves incidentes de estos últimos días en El Aaiún han sido interpretados en general como una disputa nacionalista, a pesar de que no todos los participantes en los campamentos la han expresado así. Y ha sido la ocasión de que se vuelvan a escuchar voces a derecha e izquierda favorables a la independencia del Sáhara Occidental, la antigua colonia española. Hay una mala conciencia general sobre la forma en que se desarrolló el abandono del territorio y de sus habitantes hace 35 años. Las peticiones vienen también de la derecha, que posiblemente siente cierta unión con antiguos ciudadanos españoles, mezclada con antipatía hacia los marroquíes (los moros). Y parece que la izquierda favorece unánimemente el “derecho a la autodeterminación” del “pueblo saharaui”.

Así que el resultado parece unánime: una clara simpatía por los saharauis (aunque las instancias oficiales tengan que ser prudentes por motivos diplomáticos), y una confianza de que la independencia solucionará los problemas básicos.

Me temo que mi opinión va a contracorriente. Yo no creo en el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, entre otras razones porque no creo en la existencia de un pueblo saharaui como tal. Existen desde luego los ciudadanos de esa antigua colonia, cuyas condiciones de vida son abominables, y la opresión por parte de la monarquía alauita es indignante. Sus protestas me parecen justificadas, y apoyaré si puedo sus quejas. Pero no creo que algo más setenta mil personas, según el censo oficial, tengan derecho de gobierno sobre doscientos mil kilómetros cuadrados y sus riquezas.

¿INDEPENDENCIA?

En general, soy anacionalista, es decir, no creo en la existencia de pueblos y naciones. Pero en este caso, y sin ser especialista sobre el tema, el asunto me parece aún más claro. No creo que haya nada que diferencie a los habitantes de la antigua colonia española del Sáhara Occidental de los pueblos del desierto del sur y oriente de Marruecos y de otros países cercanos. Nada justifica la creación de una nación en ese lugar, y ni siquiera la geografía lo aconseja: no hay más que mirar un mapa de la zona, y ver que las fronteras que se proponen son meras líneas rectas en su casi totalidad, creadas por las respectivas potencias coloniales.Okcidenta Saharo

Cuando tanto se ha argumentado desde la izquierda contra las desgracias causadas por el colonialismo en casi todos los países africanos, creando entes políticos caprichosos, a los que se acusa de gran parte de los sufrimientos de los habitantes de ese continente, me parece paradójico que la izquierda española defienda la persistencia de una frontera evidentemente artificial, que no tiene en cuenta para nada la realidad objetiva. Creo que se puede argumentar con mayor razón a favor de la independencia del Rif, una región con rasgos lingüísticos, culturales, históricos y geográficos más destacados, y con mayor abandono por parte de los regímenes de entonces y de ahora.

No favorezco las fronteras, y tampoco voy a defender la existencia del estado de Marruecos, al que haya de pertencecer una parte más o menos grande del continente. Pero mientras existan tales estados, considero más defendible la ligazón entre esos territorios y sus habitantes que la multiplicación de entes políticos y el levantamiento de nuevas barreras.

Esa es la razón de que defienda también la unión al mismo territorio de las ciudades de Ceuta y Melilla. Es verdad que en este caso la historia es diferente, y que probablemente la mayoría de sus actuales habitantes prefiere la ciudadanía española, pero las ciudades actúan actualmente más como fuente de perturbación de la economía de la zona y de imán de problemas políticos, que como dinamizadores de los alrededores. Prestaría mucha atención a los intereses materiales de los actuales habitantes, y buscaría un acomodo adecuado, de la misma forma en que favorezco un acuerdo cuidadoso para la reintegración de Gibraltar en el estado español, pero no veo ninguna razón para la conservación de esa anomalía presente.

EL VERDADERO PROBLEMA

Queda, sin embargo, un asunto peliagudo en el debate: la situación actual de los ciudadanos de todo ese territorio, marroquíes y casi-marroquíes, bajo el actual régimen político. Esa es para mí la auténtica desgracia de toda la situación, que los saharauis deben soportar los caprichos de una élite depredadora, bajo la dirección de un rey dictador, en vez de decidir sobre su destino en el sentido más real de la expresión. La situación económica es cada vez más inaguantable, lo que ha conducido a que la frontera entre Marruecos y España sea la que separa la diferencia de niveles de renta más alta del planeta. Las razones son muchas, por supuesto, pero en gran parte se debe a la corrupción de una monarquía que nada en al abundacia, mientras se multiplica la misera a su alrededor, como puede comprobar quien haya visitado el país recientemente, y haya observado que el ritmo de construcción de palacios reales no se detiene. Nada mal para una familia que en el momento de la independencia ni siquiera estaba entre las más ricas del país. Y quien haya leído libros como “Nuestro amigo el rey” no puede por menos que indignarse de que por motivos similares se haya cesado y ahorcado a Saddam Hussein, mientras que Hassan II se paseaba pisando las alfombras rojas de los países por donde pasaba.

¿Cómo puede ser que esta familia haya conservado e incrementado su poder, mientras todos los monarcas del norte de África fueron poco a poco destronados? Entre otros motivos, y así volvemos a nuestro tema, porque se las arreglaron para explotar los sentimientos nacionalistas. Cuando el régimen se tambaleaba, y tales ocasiones no faltaron en las últimas décadas, bastaba con señalar las regiones separadas o separatistas para eliminar las dudas y las oposiciones. Otra vez el patriotismo está sirviendo para oscurecer las diferencias sociales, y para que los bribones y las élites conserven sus privilegios. No quiero culpar al Frente Polisario, pero no dejo de pensar que si en su momento hubiera combatido con la oposición marroquí contra el enemigo común, la situación sería mucho mejor para todos ellos.

Para concluir: no estoy en contra de la independencia o de una amplia autonomía para el Sáhara Occidental si se llegase a tal status tras los acuerdos correspondientes. Mientras existan estados, me da lo mismo si la raya en el mapa pasa por un grano u otro del desierto. Pero no me hago ninguna ilusión sobre la posible solución de los problemas por esa vía. Recuerdo que, cuando era más joven, se esperaba mucho de la independencia de Eritrea con respecto a Etiopía, una causa que casi todos los observadores consideraban completamente justificada y defendible, Y sin embargo obsérvese qué ha resultado de ello: ni siquiera la paz. Continuación de batallas, incluso por la posición de ciudades diminutas, rearme de los ejércitos, ruptura de los acuerdos, hasta el punto que uno se pregunta si la situación no era mejor anteriormente. O, por presentar un ejemplo aún más absurdo: véase qué resultó de la independencia de las repúblicas centroamericanas: hace unos días han estado a punto de entrar en guerra dos de ellas por un error de Google Maps.

La independencia frente al colonialismo, he ahí algo que apoyo de corazón. Sucesivas independencias y disgregaciones tras el colonialismo, en favor de las nuevas élites… en esas luchas no me van a encontrar.